“Yo, César Duarte Jáquez, por este medio me consagro a mí mismo, a mi familia, a mi servicio pública a la sociedad: pido al Sagrado Corazón de Jesús que escuche y acepte mi consagración, que me ayude y por intercesión del inmaculado Corazón de María, le entrego a Dios y a su divina voluntad, todo lo que somos, todo lo que tenemos en el estado de Chihuahua”.
Con estas palabras, el 20 de abril de 2016, el ex gobernador y ahora prófugo de la justicia selló formalmente su matrimonio con el arzobispado católico. Ocurrió pocos meses antes de las elecciones en las que los chihuahuenses le dieron la espalda a su delfín, Enrique Serrano, y con la participación de los representantes del poder judicial, Javier Ramírez Benítez, y legislativo, Alejandro Domínguez. También estuvo el cantante Emmanuel y su hijo y también intérprete, Alexander Acha.
César Duarte pidió perdón a Dios y a los chihuahuenses ante el arzobispo, Constancio Miranda Weckmann, y ante la cúpula del clero chihuahuense, no por los saqueos, por los crímenes ni por la corrupción desmedida, sino por “todo lo que ha sucedido en el pasado, le pido que nos ayude a cambiar todo lo que no sea de él. Yo, César Duarte, declaro mi voluntad delante de Dios, delante de los señores obispos y de mi pueblo, amen”, dijo ante más de 14 mil personas congregadas en el Gimnasio Manuel Bernardo Aguirre.
El arzobispo pidió en esa ocasión “unidad” en torno a César Duarte, para “recuperar los valores que perdimos y que estamos recuperando”… La situación es tan bochornosa que no merece mayor explicación… Duarte, un ejemplo de valores y virtudes. Así lo ve el arzobispo, el mismo que casó al presidente Enrique Peña Nieto con Angélica Rivera, el que se desvivió en felicitaciones y solidaridad con el grupo que saqueaba dinero público, el mismo que debía convertirse en oportunidades para su feligresía, pero que fue empleado en privilegios y caprichos de unos cuántos.
En ese mismo acto, Rafael Sandoval, obispo de la Tarahumara, dijo a los feligreses que los mexicanos deben elegir a gobernantes que tengan sintonía con Dios, “porque si no, nos van a destruir”. En este acto, tanto el estado como la Iglesia pisotearon la Ley que ordena que “El Estado no podrá establecer ningún tipo de preferencia o privilegio en favor de religión alguna. Tampoco a favor o en contra de ninguna iglesia ni agrupación religiosa”. También dice que ninguna iglesia puede “asociarse con fines políticos ni realizar proselitismo a favor o en contra de candidato, partido o asociación política alguna”.
Corral puso el grito en el cielo. Como político, como católico y como ciudadano, su coraje llegó a tal grado que el 9 de mayo denunció al entonces gobernador ante la Secretaría de Gobernación (Segob) y la Subsecretaría de Población, Migración y Asuntos Religiosos de esa dependencia, por violentar la Constitución y la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público.
“Más allá de la vergonzosa utilización político-electorera de lo sagrado para el pueblo católico de Chihuahua y la penosa connivencia de los principales jerarcas del clero con la clase política priista, a la cabeza de ellos, Constancio Miranda Weckman”, criticó el entonces legislador, quien calificó el acto como “la mayor provocación al estado laico en cuatro décadas”. La denuncia fue simplemente ignorada por la priista tamaulipeca y hermana del ‘subcomandante Marcos’, Mercedes del Carmen Guillén. No pasó a nada, y el ahora gobernador Corral no ha vuelto a mencionar esta denuncia.
El entonces gobernador, iglesia y grupos que los cobijan, se limitaron a señalar que fue un acto personal y familiar en el que participó el gobernador… (y los jefes de los tres poderes, jerarquía católica y artistas de renombre, en un inmueble público, en el que consagró el estado a su santo de preferencia).
La respuesta vino de quien hoy gobierna, y es clarísima: “Si bien es cierto que César Duarte es libre de profesar la creencia religiosa que más le agrade y practicar las ceremonias religiosas, devociones o actos del culto público respectivo, también lo es que como autoridad no debe señalar que su Estado y la sociedad se han destinado a una deidad, ente divino o asociación religiosa alguna, porque violenta los principios de tolerancia, libertad religiosa e igualdad consagrados en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, tratados internacionales y las leyes del Estado mexicano”.
Las críticas de la iglesia se enfocaron en los grupos minoritarios como homosexuales y lesbianas, contra las mujeres, contra los políticos de oposición. Ni siquiera cuando se trató de secuestros y asesinatos de seminaristas de su iglesia, se atrevieron a alzar la voz contra el gobierno que los cobijaba. A lo mucho pidieron “misericordia” a los criminales y a los fieles a “reflexionar” sobre la violencia. No hubo otro interés que el de mantener tranquilo al rebaño.
Esta alianza entre las cúpulas del PRI y de la Iglesia no es nueva. El arzobispo Miranda es muy cercano al ahora presidente de México, cuyo padre, Gilberto Enrique Peña del Mazo fue seminarista, y su madre, la maestra María del Perpetuo Socorro Ofelia Nieto Sánchez, una devota fiel de su natal Atlacomulco. Su tío, el ex gobernador Arturo Montiel y el propio mandatario quisieron ser sacerdotes en su momento, según revela el libro Las Mujeres de Peña Nieto, de Alberto Tavira. También Peña Nieto ha afirmado que su libro favorito es la Biblia, y cada año se reúne a comer con obispos y cardenales.
El estado laico está amenazado. Uno de los mayores avances de las sociedades modernas, bandera de cualquier democracia auténtica, está recibiendo cada vez mayores embates de quienes a casi un siglo y medio de publicadas las leyes de Reforma, siguen indignados por no administrar más el registro civil y otros aspectos de la vida de los mexicanos. Basta echar una ojeada a la historia, a casi cualquier época y país, para comprender los nefastos resultados del matrimonio entre las cúpulas políticas y religiosas. La iglesia, en México y en particular en Chihuahua, ha venido a ser un sector más de la maquinaria priista. Los hechos hablan.