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El nuevo «coletazo» de un «animal herido»

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Como sucede con muchas novios, amigos o ex esposos despechados u ofendidos (as), siempre la venganza, con el hígado y la cabeza «calientitos», será una muy mala consejera.

Por: Sergio Armando L. Castillo

Las reacciones son por lo general, acciones mal pensadas, erróneamente calculadas y con saldos negativos y adversos.

Algo de ello parece estarle ocurriendo al todavía gobernador de Chihuahua César Duarte Jáquez, ahora que todo indica que «El poder, su poder, ya no pudo…», y a algunos miembros del PRI que siguen desorientados, asustados y a la deriva.

El ballezano está sumido en la soberbia, al mismo tiempo que sigue sin deglutir bien a bien, la estrepitosa derrota política del 5 de junio próximo pasado.

Sus reacciones son hasta cierto punto inverosímiles y contradictorias: Ofrece diálogo y entendimiento para con el nuevo gobernador y su gente, pero no lo busca ni le llama.

Primero asume a través de algunos de sus candidatos vencidos, que su partido, y sobre todo él, perdieron la elección y todo lo que ello implica, diciendo que «Los votos se cuentan, no se califican», y días después intenta «madrugarnos» a todos, con la propuesta al Congreso local, de enésimo endeudamiento financiero.

Alude que hará lo que la Ley le indica, para una transición comedida del gobierno suyo, al entrante, y por otro lado instruye a la presidencia y a la parte jurídica del partido perdedor, para que impugne el proceso electoral, contundentemente sancionado por la ciudadanía chihuahuense enlas casillas.

En este último tema, el gobernador Duarte se auto-flagela, y cual ordinario jumento, comienza a hablar de «orejas», a cerca de un «fraude electoral» inexistente y ridículo.

No sorprende pues, que este hombre, como un «animal herido», siga dando coletazos violentos e irracionales por donde más pueda hacerlo. Sabe que su suerte está echada, y no quiere aceptarla sin antes dar el clásico pataleo de ahogado.

Así, este reciente «coletazo» generó, incluso, interrogantes hacia el interior del priismo, mismo, como cuando hombres más respetados que él, en ese partido se preguntan: ¿Qué busca el PRI con es impugnación sosa?, ¿Para qué la ordenó?, ¿Porqué obedecer esa línea del caído para impugnar?, ¿La idea será solo para darle una resanada al atropellado partido?

También se cuestionan de que, entonces ¿Dónde estaban los representantes de casilla del PRI que no se dieron cuenta del dizque fraude?,
¿Por qué se reconoció la derrota si había dudas?, ¿qué no tenía el PRI todas las actas igual que el Instituto Estatal Electoral y los demás partidos desde el principio?…

¿No notó inconsistencias en los primeros días después de la elección?, ¿desde cuándo cuentan más las boletas sin uso, que finalmente son mero papel, que los votos efectivamente emitidos?

¿La impugnación es para ganar o sólo para justificar un mal desempeño de las dirigencias formales y reales del partido?, ¿O es para condicionar la entrega-recepción y forzar al PAN a negociar?…

¿Dónde quedó la búsqueda de los traidores y los simuladores que no apoyaron a ese partido?, ¿Dónde está la humildad para entender el mensaje de las urnas?, ¿Y los diálogos para el futuro y el análisis de la derrota?

Seguirá el PRI, sus dirigentes, los buenos cuadros y militantes, que los debe haber, a su gobernador fallido hasta el cadalso?

Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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