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Opinión

CÓMO HAN PASADO LOS AÑOS… Por Luis Villegas

No, no me voy a referir a la canción. Es solo que, de pronto, caigo en la cuenta del lugar común: El tiempo pasa volando. Yo, quien a los 25 abriles se sentía orgulloso de afirmar aquello de: “A mí me gusta el frío” y me enzarzaba a la menor provocación en un montón de explicaciones idiotas -“es que el frío se quita… ¿pero el calor?” (Nunca dije “la calor”, que conste.)-. En la actualidad, con estos amagos de invierno, todavía sin padecer los gélidos rigores de estas fechas, ya quiero que se vayan. Que llegue Navidad y que se vayan. Vale; que pase el Año Nuevo y que se vayan. Total, que tome posesión Peña Nieto y que se vaya… mucho… a… pero bueno, me salgo del tema. A donde quiero llegar es a lo siguiente: Este que soy, ya no de veintitantas primaveras sino de cuarenta y tantos otoños, está sorprendido por esos cambios mínimos, que de modo apacible, inadvertido pero inexorable, van apoderándose de mí para hacerme distinto a quien yo era. Hay algunos aspectos de mi personalidad que continúan intactos; mi proverbial vocación para el despiste, por ejemplo. ¿No me cree? Pues mire: Involuntariamente, pero he intentado caminar sobre las aguas, y no precisamente en un arrebato de inspiración mística. La cosa fue más o menos así: Iba yo circulando por una de las aceras del Paseo de la Reforma, situado en el corazón de la maravillosa ciudad de México, cuando a punto de llegar a mi destino, Reforma 222, me sentí lo suficientemente seguro como para abrir mi libro y comenzar a leer. Total ¿qué podía pasar en esos pocos metros? En esas estaba cuando sentí mojadito. Me detuve, miré hacia abajo ¿y dónde estaba? En medio de la fuente que flanquea el inmueble. Lo de la empapada de pies fue lo de menos, imagínense, mi querida lectora, mi apreciado lector, el bochorno; la pena me llevó a toda prisa a desandar lo andado y a escabullirme por la lateral del edificio entre chapoteos o, como diría mi abuela Esther, chacualeando.

 

Y de esas hay muchas; por ejemplo, el día que se me ocurrió irme a pie a San Judas; otra vez iba leyendo, y terminé caminando por en medio de la carretera que va rumbo a Delicias; lo de caminar por en medio de la carretera casi ni cuenta, comparado con el susto de muerte que me llevé cuando un infeliz en camionetón pasó juntitito a mí e hizo sonar el claxon casi en mi oreja.

 

¿O la vez que me olvidé de María Fernanda en el carro? Cuando llegué al restaurante y Adriana me preguntó: “¿Y la niña?”. “¡En la madre!” -me dije- “¡La niña!” y salí despavorido en su busca; y ahí estaba mi nenita bañada en llanto en el asiento de atrás… aunque pensándolo bien, a lo mejor fue ahí donde me la cambiaron; porque la adolescente que padecemos en casa no tiene nada que ver con la bebé que solía ser.

 

¿O cuando casi le disloco el brazo a Luis Abraham? Estábamos en la ciudad de México de mis amores, bajando por las escaleras para abordar el metro, cuando me fijé que el colectivo estaba a punto de entrar a la estación y así nomás pegué la carrera, sin decir ni agua va, y ahí voy con el chamaco colgando y rebotando (estaba chiquito) a rastras. ¿O cuando se me perdió -se perdió, el menso- en un hotel de la ciudad de México? Les juro que ese es el peor susto de mi vida.

 

¿O cuando me subí al avión que no era? En ese caso debo dejar constancia que no nomás fui yo el tarugo; también las azafatas y el personal de tierra hicieron lo suyo pues ¿cómo lo dejan a uno treparse en un avión que no es el de uno? ¿No que mucha seguridad en los aeropuertos? A Dios gracias, llegó una señora de considerables dimensiones que se quiso sentar encima de mí: “¡Eeeppa! ¿Qué pasó, qué pasó, vamos a’í?”, gemí como don Ramón, cuando la gorda estaba a punto de desparramarse sobre mi, todavía entonces, humilde humanidad. Para qué les cuento: Tras la alegata del número de asiento equivocado y la demostración irrefutable de que no era asunto de número de asiento, y para el caso ni de vuelo ni de avión, y la postrer ofuscación de bajar mis bártulos y descender de la aeronave, hice el coraje de emprender un montón de trámites para poder salir de la zona de pistas, rodear la méndiga terminal (una caminata como de media hora) y volver a hacer el numerito de semiencuerarme para abordar, esta vez a las carreras porque el avión (el “bueno”) se me iba.

 

¿O la mañana en que, tras dejar a los niños en la escuela, me robaron la camioneta (me repetía yo, todavía incrédulo, rumiando entre dientes con el control en la mano, hecho una furia); hasta que me di por vencido y a punto de llamarle a Adriana para informarle del “robo”, me di cuenta que me había llevado su carro? No imaginan ustedes el alivio -y la vergüenza de haber andado y desandado el estacionamiento del colegio 20 veces, a la vista de medio mundo, pasando enfrente del maldito carro otras 20-. Lo peor de todo es que sí lo vi y hasta me dije: “¡Mira! Un carro gris, igualito al de Adriana”.

 

¿Y qué decir de las decenas de lentes, plumas, celulares, libros, carteras, una lap top que abandoné en una papelería (y otra, que casi achicharro ayer), que he dejado olvidados en innumerables taxis, hoteles, aviones, etc. -Incluido el desayuno de Rotary al que llegué y no había nadie… porque era miércoles y no jueves, que es cuando nos reunimos-?

 

En fin, son tantas de esas, que Adolfo lleva como dos años queriéndose subir a la azotea “a ver las estrellas y a dormir”, pero Adriana no nos deja bajo el justificado argumento de que ninguno de los dos somos de fiar y perfectamente podemos levantarnos a media noche al baño y… y como sea, son casi doce metros de la azotea al suelo.

 

En fin, este que soy, con mi descuido proverbial a rastras y mi indiferencia a los detalles (tardé 2 años en recordar la dirección de mi domicilio), está cambiando. Si fuera más joven, quizá habría ocasión de preocuparse, de azorarse; de preguntarse: “¿Qué me pasa?”; pero no. Son los años que lo van serenando a uno; podándole las aristas. No me toma por sorpresa, mudar de talante forma parte de nuestra naturaleza humana, igual que ceder a los viejos hábitos que antes nos desesperaban y ahora terminamos por aceptar con mansedumbre; sin embargo, somos, cada día que pasa, crisálida y mariposa; hecho feroz y promesa no tan remota. Para decirlo en palabras de Roberto Juarroz: “El hombre no vive: Resucita”.1 Y es así cada mañana. Bienvenida la vida todo cuanto dure.

 

Esta reflexión nostálgica, solo para dejar testimonio de que me estoy haciendo viejo y no me importa; o, mejor dicho, pasa el tiempo y revivo felizmente a diario.

 

Luis Villegas Montes.

luvimo6608@gmail.comluvimo66_@hotmail.com

 

 

FROMM, Erich. La Atracción de la Vida. Aforismos y Opiniones. (selección a cargo de Rainer Funk). Paidós. México. 2009. Pág. 25.

2 Citado por MENDOZA, Élmer. Cóbraselo Caro. TusQuets Editores. México. 2012.

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Opinión

KAFKIANO. Por Raúl Saucedo

ECOS DOMINICALES

En el laberinto de la política contemporánea, a menudo podríamos considerar  que nos encontramos deambulando por pasillos de las obras de Franz Kafka. Esa sensación de absurdo, opresión y burocracia incomprensible que caracterizan lo «Kafkiano» no es exclusiva de la ficción; es una realidad palpable en el día a día de millones de ciudadanos alrededor del mundo.

A nivel global, la política parece haberse transformado en un sistema gigantesco, deshumanizado y a menudo ilógico. Las decisiones se toman en esferas lejanas, por personajes que parecen habitar otro universo, mientras que las consecuencias recaen directamente sobre los ciudadanos de a pie. ¿Cuántas veces hemos visto acuerdos internacionales o normativas supranacionales que, a pesar de sus buenas intenciones, terminan generando más confusión y restricciones que soluciones? Es la burocracia global, un monstruo de muchas cabezas que opera bajo sus propias reglas, ajeno a las realidades individuales. Los ciudadanos se sienten como los personajes de Kafka, constantemente a la espera de un veredicto o una explicación que nunca llega, o que llega demasiado tarde y de forma incomprensible.

En América Latina, la esencia Kafkiana de la política se magnifica. La historia de la región está plagada de sistemas que parecen laberintos, donde los procesos se estancan por años, las acusaciones no tienen fundamento claro y la justicia parece un privilegio, no un derecho. La corrupción es otro elemento profundamente Kafkiano: actos inexplicables de desvío de recursos o favores políticos que operan en las sombras, imposibles de rastrear o de exigir responsabilidades. Los ciudadanos se enfrentan a un estado omnipresente pero ineficiente, que promete soluciones pero solo entrega más papeleo y trámites sin fin. Las promesas electorales se desvanecen en el aire como niebla, dejando un rastro de desilusión y cinismo. La sensación de desamparo es palpable, pues la maquinaria política y administrativa, en lugar de servir, parece diseñada para agobiar y confundir.

Existen países que para interactuar con dependencias gubernamentales puede ser una auténtica Odisea Kafkiana. Solicitar un permiso, registrar una propiedad o incluso tramitar una simple credencial puede convertirse en una misión imposible, llena de requisitos ambiguos, ventanillas equivocadas y funcionarios que ofrecen respuestas contradictorias. La burocracia, en muchos casos, no solo es lenta, sino que parece tener una lógica interna ajena a la razón, diseñada para agotar la paciencia del ciudadano. A esto se suma la impunidad, un fenómeno profundamente Kafkiano, donde crímenes y actos de corrupción permanecen sin castigo, generando una sensación de injusticia y resignación. Las narrativas oficiales a menudo carecen de la transparencia necesaria, dejando a la población en un estado de perpetua incertidumbre y desconfianza, buscando desesperadamente una explicación que nunca llega, o que es inaceptable.

En este panorama, la política se percibe como un ente ajeno, una fuerza opresiva que opera bajo un código indescifrable. Para muchos, participar activamente se siente como un esfuerzo en vano contra un sistema que parece inmune al cambio. La resignación es un peligro real, y la apatía se convierte en una respuesta lógica a la frustración persistente.

Sin embargo, como en las obras de Kafka, donde los protagonistas, a pesar de su desorientación, siguen buscando una salida o una explicación, nuestra sociedad no debe rendirse. Entender la naturaleza Kafkiana de nuestra política es el primer paso para exigir transparencia, simplificación y, sobre todo, una humanización de los sistemas que nos rigen. Solo así podremos, quizás, encontrar la puerta de salida de este interminable laberinto.

Esta reflexión viene de mensajes en grupos, cafés en mesas y observaciones del pasado domingo, donde lo kafkiano quizá no es la situación, si no nosotros mismos.

@Raul_Saucedo

rsaucedo@uach.mx

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