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Opinión

El Arte de Amar Por Luis Villegas Montes

LaOpción.com. Lunes 27 de febrero de 2012. La nota dice así:
“El 30% de alumnos de secundaria tienen relaciones sexuales. […] el 68% no usan protección. […] Según encuestas realizadas por el Programa Estatal de Educación para la Prevención del Sida en 2010”.

 

Le confieso a usted, querida lectora, gentil lector, que la lectura de la nota anterior me dejó atónito. Me espanté. Si piensa usted que soy un mojigato tal vez le asista la razón. Sin embargo, quiero pensar que detrás de mi azoro y pesadumbre no se halla una moral mal entendida, sino el genuino estupor de quien no acaba de entender el Mundo que le ha tocado vivir. Yo crecí con la idea de que el sexo no es, ni puede, ni debe ser, un acontecimiento ajeno al amor; me queda claro que darle gusto al cuerpo no siempre es fruto del amor, lo sé, lo entiendo y lo acepto; pero también sé, que detrás de la noción abstracta del “sexo” debe haber cabida para otras cosas: Para el afecto, el cariño, el respeto, la consideración hacia los demás o como mínimo para la responsabilidad de lo que implica ser la pareja de otra persona, así como para conocer y desear las consecuencias de tales actos.

 

Si esa convicción me hace un ser retrógrada, lo soy; empero, antes de que se me juzgue con dureza, permítame citar cinco párrafos de autoría diversa, separados por el tiempo y la distancia:

 

1.      En el “Arte de Amar”, escrito en 1956, Erich Fromm dijo: “¿Es el amor un arte? En tal caso, requiere conocimiento y esfuerzo. ¿O es el amor una sensación placentera, cuya experiencia es una cuestión de azar, algo con lo que uno ‘tropieza’ si tiene suerte? Este libro se basa en la primera premisa, si bien es indudable que la mayoría de la gente de hoy cree en la segunda”;[1]

 

2.      Años antes, 1943, se publicó por primera vez “El Principito” del francésAntoine de Saint-Exupéry, quien dice en algunos de sus párrafos: “De esta manera el Principito, a pesar de la buena voluntad de su amor, había llegado a dudar de ella [de su rosa]. Había tomado en serio palabras sin importancia y se sentía desgraciado. ‘Yo no debía hacerle caso —me confesó un día el Principito— nunca hay que hacer caso a las flores, basta con mirarlas y olerlas. Mi flor embalsamaba el planeta, pero yo no sabía gozar con eso… Aquella historia de garra y tigres que tanto me molestó, hubiera debido enternecerme’.

 

Y me contó todavía: ‘¡No supe comprender nada entonces! Debí juzgarla por sus actos y no por sus palabras. ¡La flor perfumaba e iluminaba mi vida y jamás debí huir de allí! ¡No supe adivinar la ternura que ocultaban sus pobres astucias! ¡Son tan contradictorias las flores! Pero yo era demasiado joven para saber amarla’”.[2]

 

3.      Con antelación, Tolstoi escribió en “Ana Karenina”: “El amor no es una broma ni una diversión, sino algo serio a importante”;[3]

 

4.      Antes de Tolstoi -unos quinientos sesenta años antes- Dante, en “La Divina Comedia”, había escrito: “Entenderás por ello que el amor es semilla de todas las virtudes y de todos los actos condenables”,[4] y

 

5.      Finalmente, en “Los Upanishads”, escritos entre el año dos mil y el doscientos antes de Cristo, puede leerse: “El bien es una cosa, el placer otra; estas dos, teniendo fines distintos, encadenan al hombre. El hombre debe permanecer en el bien, pues el que escoge el placer, malogra su destino”.[5]

 

Nadie duda de que el amor (semilla de virtud -y solo por error ocasión de extravío) es bueno y que amar es “permanecer” en el bien; sin embargo, como nos lo recuerda Saint Exupéry, no es preciso ser viejo para saber amar, pero sí contar con cierta madurez intelectual para comprender a cabalidad el sentido y el alcance de ese acto. Y aunque el amor no requiera para ser, conocimiento o esfuerzo, debe ser algo más que una fortuita sensación placentera. Después de todo, lector, lectora, coincidirá conmigo (y con Tolstoi) en que el amor no es una broma ni una diversión, sino algo serio e importante. Tan serio, tan importante, tan hermoso, que trasciende al goce sensual. Encadenado al bien y al placer por igual, es responsabilidad del ser humano -esto es, inteligencia y voluntad unidas- ir tras lo bueno a fin de impedir malograr su destino. Experimentar un gozo por naturaleza efímero y, para colmo, sin la sustancia del conocimiento y la independencia (emocional, intelectual, económica, etc.) que dan los años, el acto de amor se vulgariza y se convierte en algo trivial, insignificante y por ello despreciable. Tan triste, tan miserable, tan lamentable que su única secuela son matrimonios forzados, hijos no deseados, enfermedades venéreas o, en los extremos, la muerte prematura de jóvenes, a veces, casi niños.

 

La “libertad sexual” no puede ser absoluta; menos en el caso de quienes no están en condiciones de comprender a cabalidad todas sus implicaciones; resulta estúpido pretender lo contrario; sostener lo opuesto es como permitir a un débil mental jugar a la ruleta rusa, ni más ni menos.

 

Por supuesto que esta reflexión no está dirigida a los jóvenes, incapaces comprender el significado de mis palabras, no; estas líneas me las dirijo a mí mismo en mi calidad de adulto, de ciudadano, de padre de familia, y me obligan a preguntarme: ¿Qué he hecho? ¿En qué fallé para legarle esta sociedad a mis hijos o a Luisita? Porque es mi responsabilidad, a título de omisión, esta sociedad idiota incapaz de enseñarle a sus hijos, sobre todo con el ejemplo, el valor intrínseco del acto de amar; la razón y el sentido que alienta tras ese compromiso que en lo absoluto guarda relación nada más con el sexo. ¿Qué sociedad es esta que condena a sus niños a asumir ridículas posturas de gente mayor sin la cabal consciencia de cuanto ello entraña? ¿Qué sociedad es esta que nos inmoviliza bajo un alud de mensajes atroces, detrás de los cuales subyace una idea distorsionada del valor del sexo y sobre todo del amor? ¿Cómo hemos podido consentirlo? Peor aún: ¿Qué necesitamos para conmovernos?

 

Luis Villegas Montes.

luvimo6608@gmail.com, luvimo66_@hotmail.com

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Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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