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Opinión

El río revuelto de las corcholatas. Por Caleb Ordoñez T.

En política, los movimientos abruptos muestran que no existe control total. El presidente López Obrador ha tenido unas semanas muy complicadas, en cuanto a su dominio absoluto en Morena y sobre las llamadas “corcholatas”.

El río se revolvió cuando Marcelo Ebrard decidió dar un salto y controlar la elección de quien será la o el candidato morenista.

El ex canciller, ha logrado posicionarse como líder de los temas más importantes. El simple hecho de hacer que todos renuncien a su cargo, puso todos los reflectores en su persona.

Marcelo ya sabe cómo es este juego, lo ha vivido durante muchos años, tras la sombra de AMLO y su experiencia ha sido evidente.

Con la imagen de rebelde, se le ve confiado de remontar en las encuestas en las primeras semanas.

Los evidentemente “no-favoritos”, como Ricardo Monreal y Gerardo Fernandez Noroña, han respaldado las posiciones y la solicitud enérgica de “suelo parejo”. Ellos dos, piden además debates entre los precandidatos.

La más perjudicada en esta tormenta, es la -hasta ahora- puntera de la mayoría de las encuestas, Claudia Sheinbaum.

La gobernante de la CDMX, perderá inevitablemente peso político al momento de que sea aceptada su solicitud de dejar la jefatura de gobierno.

El próximo viernes será el último día de comodidad para la científica. Y aunque logre convocar -o acarrear- a miles de personas en el monumento de la Revolución, ahora tendrá que apelar a su popularidad, discurso y generar simpatía ya sin el poderoso apellido de gobernadora de la ciudad más importante del país.

¿Tiene Sheinbaum equipo suficiente para generar un movimiento nacional en un par de meses?

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Opinión

Legalizar el espionaje: La nueva tentación de MORENA

Lic. Jacques A. Jacquez

La reforma a la Ley del Sistema de Inteligencia —es decir, la llamada “ley espía”—, junto con la reciente propuesta del gobierno federal para crear una curva biométrica, no pueden entenderse como hechos aislados. ¿Casualidad? Por supuesto que no. Se trata de una estrategia cuidadosamente diseñada como parte de una política pública orientada a recolectar datos sensibles de la población.

¿Y por qué podemos suponer que estos datos podrían utilizarse de forma indebida? Porque ya ha ocurrido. Porque ha sido una práctica constante de este gobierno emplear información personal para exhibir, ridiculizar o amedrentar a quienes disienten. Desde la conferencia mañanera, hemos visto al expresidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, mostrar estados de cuenta bancarios, declaraciones fiscales y otros datos sensibles de personas que él mismo ha etiquetado como adversarios o enemigos políticos.

Los casos de espionaje y uso indebido de información personal por parte de gobiernos emanados de Morena son cada vez más evidentes. En la Ciudad de México, la Fiscalía encabezada por Ernestina Godoy solicitó, sin orden judicial, registros telefónicos de políticos de oposición como Santiago Taboada y Lilly Téllez, en lo que diversos medios calificaron como espionaje ilegal. En Campeche, la gobernadora Layda Sansores difundió audios editados de figuras políticas en su programa oficial, sin esclarecer el origen de esas grabaciones. A nivel federal, el propio presidente López Obrador ha revelado públicamente datos fiscales y bancarios de adversarios políticos como Xóchitl Gálvez, violando su derecho a la privacidad. Además, investigaciones de organizaciones como Citizen Lab y Amnistía Internacional han documentado el uso del software Pegasus por parte del Ejército mexicano durante este sexenio para espiar a periodistas y defensores de derechos humanos. Todos estos hechos reflejan un patrón preocupante: el uso del aparato del Estado para vigilar, intimidar y exhibir a quienes piensan distinto.

Esas personas, que deberían estar protegidas por el Estado, hoy son objetivos institucionalizados. Se han convertido en blancos prioritarios en un intento por silenciar voces críticas e inhibir el disenso. Lo que antes era una práctica excepcional —el espionaje selectivo, el uso encubierto de información— hoy amenaza con convertirse en norma. Se pretende legalizar la posibilidad de que el Estado mexicano espíe a sus ciudadanos.

Y eso es lo verdaderamente grave: ya no se trata de prácticas oscuras que debían ocultarse, sino de disposiciones que se buscan justificar con argumentos de seguridad o eficiencia gubernamental, mientras se normaliza la violación a la privacidad. Se institucionaliza el espionaje como si fuera parte natural de la vida democrática.

Es cierto: ningún país está exento del uso de la inteligencia estatal. No ocurre solo en México; es una realidad global. Pero aquí estamos yendo más lejos: estamos permitiendo que se convierta en ley. Le estamos abriendo la puerta a la vigilancia permanente, a la intervención de nuestras comunicaciones, a la recopilación masiva de datos biométricos. Y todo esto, sin las garantías adecuadas, sin controles, sin transparencia.

Nos enfrentamos a un punto de quiebre. No es un tema técnico ni menor. Es una clara violación a los derechos humanos. Y lo más peligroso: lo estamos normalizando.

Frente a ello, es nuestra responsabilidad seguir alzando la voz. No es lo correcto. No es lo legal. Y, sobre todo, no es lo que un Estado democrático debe permitir.

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