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Opinión

El silencio de los inocentes #NeverAgain .Por Marian Quitana.

El sábado pasado cientos de miles de personas lideradas por adolescentes se reunieron
frente al Capitolio en Washington, D. C. y en al menos 800 lugares más al rededor del mundo
para exigir una reforma que regule la venta de armas en los Estados Unidos.

Nacida a raíz del último tiroteo masivo (el octavo en lo que va del año) perpetrado en una escuela preparatoria en la ciudad de Parkland, Florida, en la que un joven de 19 años presuntamente abrió fuego
quitando la vida a 17 personas e hiriendo a 14 otras, la Marcha Por Nuestras Vidas reunió a
familias y amistades víctimas de la violencia, a maestras y maestros que se oponen a la propuesta
de armarles para poder defender a su alumnado en caso de un nuevo ataque, reunió a mucha
gente, pero sobretodo a jóvenes que no ven diferencias en su tono de piel, que no distinguen entre
sus preferencias sexuales o religiosas ni se incomodan por quienes desafían estereotipos caducos,
adolescentes reunidos y unidos con un objetivo en común: las ganas de vivir y de cesar las
muertes ocasionadas por armas de fuego.

Durante el acto masivo en la capital del país vecino, palabras emotivas expresadas por
menores de edad mas no personas menores en conciencia social y colectiva, llenaron de lágrimas
los ojos de quienes asistieron y pusieron a temblar a todos aquellos políticos indolentes que
reciben financiamiento de la Asociación Nacional del Rifle para seguir avalando y defendiendo el
derecho de estadounidenses a poseer armas de fuego.

Quedan tan solo unos cuantos años,decían, para que todos los presentes alcancen la mayoría de edad y decidan llevar al Capitolio a personas que verdaderamente representen sus intereses y verdaderamente se interesen por sus vidas.

Los discursos de esta nueva generación resonaron en los corazones de todas aquellas
personas que hemos perdido algún ser querido debido a la proliferación de este tipo de armas.
Uno de los mensajes más contundentes fueron los “6 minutos con 20 segundos” de silencio de la
sobreviviente de Parkland Emma González. Ese corto tiempo fue el que bastó para que se
arrebatara la vida a sus 17 compañeros de escuela el pasado 14 de febrero.

Seis minutos de 2 silencios que pudieron parecer eternos para algunas personas, incómodos para otras… seis minutos que marcarán para siempre la historia de los Estados Unidos.

No solo del otro lado de la frontera, en Me?xico también sufrimos los efectos del lucrativo
negocio armamentista y de las leyes que permiten la compra indiscriminada. Todos los días la
vida de personas se ve alterada negativamente por algún hecho trágico a manos del crimen
organizado, grupos delictivos que en su mayoría utilizan armas de fuego provenientes de Estados
Unidos. La lucha de los estudiantes de Parkland también es nuestra lucha, la esperanza que
generan también es la nuestra y la de toda la humanidad.

Hay silencios que nos hacen cómplices de las injusticias, silencios que nos protegen de las
mismas, silencios que nos dan paz, que nos alejan, pero también hay silencios que se sienten
como tormentas eléctricas que surgen desde lo más profundo del ser y reúnen en su centro toda
la angustia, el dolor, el coraje, las palabras que no existen para expresar las emociones y cuando
brotan al exterior rompen en pedazos la vida como la conocíamos y nos unen en un grito
ahogado, generalizado, un silencio que se transforma en movimiento. El movimiento que exige al
unísono NUNCA MÁS.

Gracias por leerme. Hasta la próxima.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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