Conecta con nosotros

Opinión

El vecino hipócrita. Por Itali Heide

Itali Heide

En un mundo perfecto, lleno de personas perfectas, estaríamos sin hipocresía. Lo ideal sería que todas las discrepancias y defectos se desvanecieran en el aire, llevándonos a la visión utópica de la paz mundial imaginada en cuentos de hadas. Claramente, no es el caso con el querido planeta tierra. De hecho, absolutamente todas las personas llegan a ser hipócritas alguna vez en su vida.

La hipocresía no es sólo la molestia de oír al vecino quejarse de las mentiras, mientras él mismo miente. No es solo saber que los influencers no están bebiendo las bebidas energéticas que promocionan a ciegas en sus historias. Tampoco es quien exclusivo de quien se sienta en la iglesia los domingos y en la borrachera el lunes. No se reduce a una acción individual, ni a un momento. La hipocresía no es blanca o negra, y hay una zona gris que nos regala algo mejor: la evolución.

Simple y sencillamente, la hipocresía el estado natural de la mente humana, y su función es la que ha mantenido a la raza humana sobre la tierra durante milenios. Es un estado de aprendizaje, cambio y transformación, el cual nos hace enfrentarnos con nuestros propios errores y mentiras. Bien dicen que la vida solo puede ser entendida mirando hacia atrás, pero debe ser vivida mirando hacia adelante (y tienen toda la razón).

Tendemos a juzgar a las personas según nuestro sentido de la moral o según nuestras realidades, que pueden ser muy diferentes de nuestro marco de referencia. La educación, la cultura, el marco social, las circunstancias, las experiencias, las personalidades y todo nuestro sentido del ser desempeñan un papel importante en la manera a la que se desenvuelve la mentira individual. De los más intrigante sobre la hipocresía, es nuestra hipocresía cuando se trata de la hipocresía. La realidad, es que nunca van a estar perfectamente alineados nuestros puntos de vista y creencias internos, pero este hecho es tan solo una oportunidad para ver la retrospectiva que nos ofrecen nuestras propias incongruencias.

¿Cómo diferenciar entre un hipócrita y una persona que ha actuado de manera hipócrita? Quien es verdaderamente hipócrita, no crece ni cambia. Permanece dentro de su visión de rectitud, negándose a dar un paso hacia las ideas que no traen comodidad a su propio ser. Es fácil reconocer a un hipócrita, ellos mismos se delatan negando ceder la ideología sistémica, mientras practican los mismos ideales contra los que dicen estar. Se encuentran en quienes respetan solamente a otros con poder, los que no soportan el éxito ajeno, los que demandan respeto por sus creencias al tiempo que satanizan creencias ajenas, los que critican superficialmente y los que ayudan sólo si les beneficia.

En un mundo de cultura de la cancelación y mentira constante, la sociedad busca tomar su posición. Sí, debemos exigir responsabilidades a aquellos que han demostrado, una y otra vez, estar perjudicando la vida de las personas con su hipocresía. Sin embargo, debemos considerar la zona gris del conocimiento: las personas pueden equivocarse, y estar equivocado no es una maldición eterna. Cuando se hace bien, estar equivocado es en realidad el primer paso para tener razón. Quizás ese vecino hipócrita, del que nos quejamos, quizás ese vecino hipócrita somos todos.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

Continuar Leyendo
Publicidad
Publicidad
Publicidad

Más visto