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ELECCIONES EN ESTADOS UNIDOS por VICTOR OROZCO

  • ELECCIONES EN ESTADOS UNIDOS

    Víctor Orozco

    Ha circulado en la red una caricatura en la cual aparecen cuatro personajes respondiendo a la pregunta: ¿Qué opina de la falta de comida en el mundo?. Un africano contesta ¿Cuál comida?, un europeo a su vez: ¿Cuál falta?, un árabe: ¿Qué es opinión?. Y, por último, el norteamericano cuestiona: ¿Cuál mundo?. Es un estereotipo desde luego, pero finalmente alude a una seña que se tiene por distintiva de cada uno. El habitante medio del gigantesco país-continente, desde New York hasta San Francisco, mínimo interés muestra sobre el resto de sus congéneres. No son pocos los vecinos de cualquiera de los suburbios en las ciudades fronterizas que jamás han visitado México, menos aún volver los ojos para mirar su cultura. Si acaso, les llaman su atención los acontecimientos de violencia, en tanto los amarillistas noticieros difunden la idea de que las pandillas mexicanas pueden sobrepasar la línea y llevar las atrocidades a suelo norteamericano. Ensimismado, celoso protector de su hábitat, orgulloso de que en su país de libertades, éstas pueden usarse para comprar desde una pistola 22 hasta un rifle de asalto, persuadido de que por encima de cualquier otra relación social están la propiedad privada, la familia y la religión, en realidad concebidos como hechos naturales-divinos, también asume que su deber como patriota es defender esta tríada, contra todos los que la ataquen o cuestionen, aún si para ello se requiere arrasar pueblos enteros de otras latitudes.
    A esta enorme franja de potenciales votantes, predominantemente blancos, está dirigido el mensaje del candidato republicano y de sus aliados los fundamentalistas del Tea Party. Dice una crónica periodística que en Florida se reproduce una caricatura del presidente Obama arrodillado o pidiendo disculpas a los árabes. El disparo está bien dirigido, frente a una administración que según los conservadores no ha podido ni querido mantener a Estados Unidos mostrando el puño en la cara de sus reales o potenciales enemigos. Su candidato viene por la recuperación, por la restauración del poderío yanquee. Este norteamericano tradicional, sepa o ignore que su nación con apenas el 4.5% de la población mundial, acapara el 23% del ingreso total de los terrícolas, sí se sabe y se siente privilegiado, por lo cual, apenas le soplen al oído que puede perder este estatus, corre a refugiarse tras las banderas de las consignas sencillas y simplonas de la derecha. Los Romney se identifican perfectamente con este tipo social: Ann, la esposa nunca ha laborado fuera de su casa, proviene de una familia multimillonaria, en su figura se exalta a la mujer recluida en el hogar, criando hijos varones fuertes e hijas abnegadas. Las críticas a este modelo de vida, cruel, obsoleto y condenatorio para la mitad de la población, les pasan de noche y se les resbalan. Filmes como aquella memorable, La sonrisa de la Mona Lisa, protagonizada por Julia Roberts, demoledora por cuanto hace a esta función exclusiva y excluyente de las mujeres, son vistas como extravagancias. Para los republicanos, estos ciudadanos cuasi decimonónicos, victorianos en el siglo XXI, son los que importan: mantienen cohesionada a la sociedad en torno a valores e instituciones añejos. ¿A cuántos ascienden?. Suman millones y están entre el 71% de los blancos que se contabilizan del total de electores, frente a un 12% de negros y un 11% de latinos o hispanos. Además, son, según el candidato mormón, los que pagan impuestos, el resto, dijo en un costoso ex abrupto político, -pero que le salió del alma- alcanzan cerca del 45% y quieren vivir del gobierno.

    Estas magnitudes, revelan a un electorado que sigue ciertas pautas de color: por los republicanos se espera que sufrague el 87% de los blancos. La porción que vota por los demócratas tiene un 65% de aquellos, un 21% de negros, un 10% de hispanos y un 7% de otros matices. El primero es un conglomerado más homogéneo, en término étnicos, mientras que el segundo se parece a un arcoiris. ¿Cuál de ellos representa mejor a los Estados Unidos de nuestros días?. Si atendemos a la película más que a la fotografía, no queda duda que el multicolor, porque desde hace medio siglo, la sociedad norteamericana ha acelerado su paso hacia este universalismo, acorde por cierto, con la condición humana.
    Está otra gran faceta de estos comicios, la pobreza. No obstante ser la sociedad más opulenta del mundo, de los 310 millones de norteamericanos, arriba de 46 viven por abajo de los niveles mínimos, según los parámetros económicos del país. Este 15% aproximado, está integrado como puede suponerse por miembros de las minorías raciales, sin embargo, afecta también a una gran porción de blancos, los tradicionales e históricos “blancos pobres”, bastión fuerte del conservadurismo a través de todas las épocas. Son los que abominan de los indocumentados, de los extranjeros, de los negros, de los latinos y quienes han sido más susceptibles a los mensajes religiosos, “del temor a Dios”, del machismo, del patrioterismo y otras yerbas por el estilo. En ellos se surten las miles de sectas y los extremismos confesionales, que manchan el cuerpo social. En estos sectores se encuentra el quid de las próximas elecciones de seis de noviembre. Obama debe persuadirlos, si desea triunfar, que sus políticas de servicios médicos extensivos, de protección al salario, de impuestos progresivos, son mejores que las postuladas por los adoradores del libre mercado y por tanto, desmanteladores de las escasas instituciones propias del Estado de bienestar. Hasta ahora, se dice que Romney va ganando la partida entre estos votantes, con cuya vida tiene la suya poco en común, pues el año antepasado él y su esposa tuvieron ingresos por 42 millones de dólares, de los cuáles apenas 15% pagaron por concepto de impuestos, una tasa muy inferior al promedio de los contribuyentes. Aún así, el blanco y desempleado que deambula por un pueblo del Medio Oeste o hace fila para recibir bonos de comida en Pohenix, cavila en su suerte y colige que esta familia de super privilegiados bien puede ser el modelo para la suya, no importa si alcanzarlo es tan sólo una quimera.
    El duelo electoral protagonizado por conservadores y liberales norteamericanos es un acontecimiento mundial, como sucede cada cuatro años. Washington es, que duda cabe, el corazón de un imperio global. Ha reducido sustancialmente su peso en la economía, pero en cambio no tiene hoy rival por cuanto hace a su poderío militar. Y, hasta donde lo alecciona la historia, siempre el último resorte en la producción o en el comercio internacionales, se encuentra en los cañones, como antes se decía, o en los gatillos de las sofisticadas armas de nuestros días. Barack Obama es, – nunca ha querido ser otra cosa – representante de este imperio. Sin embargo, podemos al menos celebrar que no pretenda fincar su política exterior en aquel antiguo refrán africano que orientó en el pasado la de varios de sus antecesores: “Habla quedo, pero lleva un gran garrote”. En esta tesitura, esperemos que el conglomerado de ciudadanos norteamericanos mejor informados, más dispuestos a la convivencia civilizada, muchos de ellos partícipes de idearios y movimientos emancipadores, saque la delantera a las racistas, fanáticas y prejuiciosas huestes del conservadurismo. Empoderado allá, mayores dificultades habrá aquí para impedir los acosos a la educación pública y laica, la expropiación de los salarios, el ensanchamiento de los abismos sociales, las intolerancias y los abusos de los poderes fácticos: clero, grandes empresarios, cúpulas políticas corruptas.

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Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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