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Opinión

Entre risas y pádel: ¿Y estos qué hacen?. Por Caleb Ordóñez Talavera

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En México tenemos un don especial para reírnos de nuestras tragedias, especialmente cuando se disfrazan de comedia política. Lo vimos recientemente con Natalia Montaño Ruelas, joven funcionaria de Puerto Vallarta, Jalisco que, en un evento del comediante Franco Escamilla, decidió sincerarse de más ante el público. Entre risas, confesó lo que muchos piensan pero pocos se atreven a decir: que no siempre saben exactamente qué hacen los servidores públicos. El momento fue viral, memeado, parodiado y, como ella misma intentó justificarlo, “un comentario liviano” al aceptar que no sabía lo que hacía, solo “beber mucho” y comer. Pero el fondo del asunto no tiene nada de liviano: retrata una crisis profunda de confianza entre gobernantes y gobernados.

Caleb Ordoñez T.

Caleb Ordoñez T.

Porque, seamos honestos, la carcajada colectiva no fue tanto por la ocurrencia, sino por la identificación. ¿Cuántos mexicanos no sienten que muchos funcionarios trabajan más en sus redes sociales que en sus oficinas? Según la encuesta de Transparencia Internacional 2024, el 73% de los mexicanos cree que la mayoría de los servidores públicos son corruptos. El 62% considera que los políticos mienten con frecuencia y apenas el 18% cree que el gobierno escucha realmente a la ciudadanía. Con esos números, no hace falta un monólogo de stand up para entender el hartazgo social.

El problema no es la -mala- broma de Natalia Montaño Ruelas, sino el eco que provocó. Nos reímos porque duele. Y cuando un país se ríe de su desconfianza institucional, es porque ya la normalizó. Esa misma sensación de desconexión se siente cuando vemos a un diputado jugar pádel en horario laboral —sí, Cuauhtémoc Blanco pidiendo que le anoten asistencia como si fuera su obligación ser el “más deportista del congreso”— o cuando funcionarios hacen TikToks con el dinero de los contribuyentes mientras los servicios públicos siguen en ruinas.

Y sin embargo, el fenómeno no distingue colores partidistas. Hay malos ejemplos en todos los partidos: desde los que se creen influencers hasta los que viajan más que un corresponsal de guerra. Pero también existen buenos servidores públicos —los menos visibles, los que no salen en el “Quién es quién de los memes”— que sí trabajan con ética y vocación. El problema es que los honestos no generan clics.

Entonces, ¿qué deben hacer los políticos para recuperar la confianza? Primero, mostrar lo que hacen, no sólo decirlo. La transparencia no es un hashtag, es rendir cuentas con claridad y sencillez. Segundo, volver al contacto humano: caminar las calles, escuchar, resolver. No hay algoritmo que sustituya eso. Y tercero, predicar con el ejemplo: la corrupción no se combate con discursos, sino con coherencia y castigos ejemplares.

Porque si seguimos viendo a las nuevas generaciones de funcionarios como estrellas de reality show, el servicio público seguirá perdiendo su esencia. México necesita atraer a los jóvenes más preparados y honestos, no a los más populares en redes o solo poner a figuras jóvenes en puestos de primerísimo nivel para luego tener que soportar su inexperiencia e ineficiencia . Para lograrlo, se requiere dignificar la política: pagar justamente, capacitar profesionalmente y blindar los cargos contra la tentación del enriquecimiento. Según el INEGI, el 64% de los jóvenes mexicanos desconfía de cualquier institución pública; si no cambiamos eso, seguiremos repitiendo los mismos errores con nuevas caras.

Se trata de pasión y acción enfocada.

La corrupción no es una fatalidad mexicana, es una adicción social que se alimenta del silencio y la impunidad. Mientras un político crea que el poder es un negocio personal, el país seguirá atrapado en el eterno “yo no sabía lo que hacía”. Y es que la ineptitud y la arrogancia del joven inexperto que llega al poder solo por ser promovido por padrinos políticos, se convierte en un imán para convertirle en un monstruo político que solo busca enriquecerse y se embriaga de soberbia.

Reírnos está bien, porque el humor nos salva del cinismo. Pero la risa sin reflexión es anestesia. Si queremos un México distinto, necesitamos funcionarios que trabajen con la misma pasión con la que defienden su imagen en redes. Y sobre todo, ciudadanos que dejen de aplaudir el cinismo con risas y empiecen a exigir resultados con firmeza. La transparencia no se improvisa: se demuestra, se vive y (aunque duela) se fiscaliza. Sólo así podremos volver a confiar en quienes gobiernan y representan a todos.

Opinión

De la oscuridad al coraje: el legado de Carlos Manzo. Por Caleb Ordóñez T.

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En Uruapan, Michoacán, ocurrió otro acto de violencia debió estremecernos hasta los cimientos: el asesinato del alcalde independiente Carlos Manzo, un hombre que no sólo gobernaba con pasión, sino que había decidido declarar una guerra abierta contra el narcotráfico, contra la corrupción enquistada en las instituciones locales y contra el miedo que paraliza comunidades enteras. Su voz, firme y frontal, encontró la respuesta más cobarde: el silencio impuesto por un disparo.

Lo más devastador es que el presunto autor material era un menor de 17 años, originario de una comunidad cercana, atrapado en el infierno de las metanfetaminas y en la cultura de violencia que el narco ha sembrado como si fuera destino. Ese joven no sólo jaló un gatillo: fue la expresión de un país fracturado donde la infancia es mercancía, donde la adolescencia es reclutada, y donde miles de niños son moldeados como armas para terminar asesinando a quienes intentan salvarlos. Así, la muerte de Carlos Manzo no es un caso aislado: es la síntesis de un sistema que deja sin futuro a quienes deberían escribirlo.

Pero en medio de esta tragedia surge una figura que honra la memoria con acción: Grecia Itzel Quiroz García, esposa del alcalde asesinado, quien decidió asumir la alcaldía como un acto de amor, dignidad y desafío. Su decisión es una declaración política de enorme tamaño moral: podía haberse retirado, guardar silencio, dedicarse al duelo. Pero eligió ponerse de pie donde su esposo cayó. Su juramento no fue un protocolo: fue un grito. Un grito que dice que las causas justas no mueren con quienes las defienden. Un grito que sostiene que la dignidad vale más que la vida misma cuando se trata de proteger a una comunidad. Un grito que se convierte en faro en un país donde la resignación es, demasiadas veces, la salida más común.

Su presencia en el cargo no es simbólica: es una afirmación de que ningún proyecto noble debe detenerse por el uso de la fuerza criminal. Es un recordatorio de que los ideales verdaderos: la justicia, la transparencia, el amor a la comunidad, no tienen reversa.

El caso de Carlos Manzo y el menor que disparó obliga a este país a una pregunta incómoda: ¿qué estamos haciendo, o dejando de hacer, para que los niños se conviertan en ejecutores y los gobernantes valientes se conviertan en mártires? ¿Cómo es posible que un adolescente sea moldeado por la cultura del narco antes que por la cultura de la vida? ¿Qué instituciones fallaron para que un joven confundiera poder con destrucción? ¿Cuántas señales ignoramos antes de que una tragedia se vuelva inevitable?

La muerte del alcalde revela la podredumbre de un sistema cultural que permite que la delincuencia opere como autoridad paralela, cazando a quienes se le oponen. Pero la decisión de Grecia Quiroz revela algo igual de real: el valor también se contagia. No estamos ante el relato de una derrota. Estamos ante el nacimiento de un parteaguas.

Porque cuando una mujer (viuda, ciudadana, madre, líder) decide ponerse de pie justo en el epicentro del dolor y asumir el mandato que le arrebataron a su esposo, algo poderoso sucede: la narrativa se fractura, pero no hacia el miedo; se fractura hacia la esperanza. Grecia Itzel Quiroz García no sólo tomó protesta como alcaldesa. Tomó protesta ante la vida misma. Lo hizo con la voz quebrada, pero firme; con el corazón dolido, pero dispuesto. Y con ello mandó un mensaje que debería retumbar en cada rincón del país: no podrán matarnos la dignidad, no podrán matar lo que creemos, no podrán matarnos el futuro. Y ese mensaje es más fuerte que cualquier arma.

La historia de Carlos Manzo podría haberse reducido a un titular indignante, a un nombre más en la larga lista de víctimas de la política violenta mexicana. Pero su historia continúa porque su proyecto sigue vivo en manos de su esposa, en la determinación de un pueblo que vio caer a su alcalde, y en el eco nacional de una tragedia que ya no puede seguir normalizándose. El legado de Manzo no es el martirio. El legado de Manzo es el ejemplo. Y el ejemplo que deja es simple pero brutalmente necesario: se puede gobernar sin doblegarse, se puede enfrentar al narco sin pactos, se puede vivir sin miedo. Ese ideal, por incómodo, por difícil, por riesgoso, es precisamente el que más falta le hace a México.

Frente a esta historia, la reflexión final no es suave; es incendiaria. Y debería encender a todos: si un adolescente puede ser reclutado para matar, ¿por qué un país no podría reclutarse para defender la vida de los más venerables? ¿Por qué hemos permitido que los criminales tengan más poder de convocatoria que el Estado? ¿Por qué un menor encuentra pertenencia en una célula criminal antes que en su escuela, su barrio, su deporte, su comunidad? ¿Por qué una bala tiene más rutas para llegar a un joven que una oportunidad?

La respuesta no la tiene un gobierno, ni una alcaldesa, ni una fiscalía. La respuesta la tiene cada ciudadano que hoy lee, escucha o presencia cómo México se debate entre dos culturas: la cultura de la muerte que seduce, y la cultura del valor que resiste. Ese es el verdadero pleito. Ese es el campo de batalla.

La tragedia de Uruapan nos da una lección que duele, pero que es urgente atender: si no arrebatamos a nuestros niños de las manos del crimen organizado, ellos seguirán arrebatándonos a nuestros líderes. Si no rompemos la seducción del “narcoaspiracionismo”, seguiremos viendo a menores convertidos en verdugos. Si no defendemos a quienes se atreven a gobernar con honestidad, el poder quedará sólo para los corruptos o los cómplices. Y si no honramos a los que están dispuestos a dar la vida por sus ideales, entonces somos un país que renuncia a su propia dignidad.

Porque en medio de la noche más oscura, Grecia Quiroz no sólo levantó la mano para protestar el cargo: levantó una antorcha que su esposo dejó encendida. Y lo hizo con la fuerza de quien entiende que, cuando un proyecto es justo, ninguna bala puede detenerlo. Carlos Manzo murió por sus principios. Grecia Quiroz vive para defenderlos. Y Uruapan será, a partir de esta herida, un símbolo de que México no tiene por qué resignarse a ser un país capturado por el miedo.

La pregunta no es si el crimen organizado seguirá intentando apagar las luces.

La pregunta es si nosotros, como sociedad, como nación, como personas, decidiremos encender las nuestras.

Porque, al final, la historia no la escribe quien dispara.

La historia la escribe quien, aun sangrando, se atreve a avanzar.

Y eso es lo que hoy representa Grecia Itzel Quiroz García:

la prueba viviente de que una causa justa no muere… cuando alguien tiene el coraje de seguirla.

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