Conecta con nosotros

Opinión

Etiquetándonos. Por Itali Heide

Itali Heide

El viaje hacia el descubrimiento de la identidad es confuso. Estamos hechos para ser individuales y únicos, dejados para hacer de la vida lo que queramos, tomando decisiones que nos acerquen a nosotros mismos y a los que nos rodean. A veces, la identidad es un terreno resbaladizo. Vive en un espectro, y encontrar las coordenadas correctas en el mar del autodescubrimiento puede ser un proceso agotador.

¿Qué partes de nosotros mismos nos muestran nuestra identidad? Aunque cada día surgen nuevas etiquetas con las que marcarnos, pidiendo ser utilizadas, las respuestas ya están dentro de nosotros. Las etiquetas son identificadores, pero a veces la infinita cantidad de palabras descriptivas puede resultar abrumadora y sentirse poco auténtica. Ya se trate de la cultura, la religión, la orientación sexual, la identidad de género, la salud o cualquier otra cosa, hay una cantidad infinita de banderas para representar el amplio espectro de la identidad humana.

¿Eres extrovertido o introvertido? Quizás un atleta, un soñador o un vegano. Al leer estas palabras, los conceptos y tendencias de quienes se identifican así vienen a la mente de manera natural. Junto con ello, también aparecen prejuicios y estigmas. El racismo, el sexismo, la homofobia y la discriminación siguen campando a sus anchas. Las ideas negativas que rodean a cualquier etiqueta pueden hacer que las personas prefieran vivir la vida sin etiquetas, para no lidiar con el significado que la sociedad les ha asignado. La verdad: una etiqueta es sólo una parte minúscula de la vida de alguien, y la historia que hay detrás de cualquier identificador.

Las etiquetas son maravillosas, nos permiten interrogarnos sobre aspectos concretos que nos llevan a encontrar nuestra propia identidad. También crean comunidad, conectando a las personas con quienes compartimos una fracción de identidad. Este es un maravilloso regalo que nos ha dado la tecnología, estar a sólo un clic de distancia de aquellos que comparten nuestras cargas y celebraciones.

La identidad puede reducirse a dos categorías principales: las cosas de nosotros mismos con las que nacemos y las que elegimos y creamos. Nacemos con una nacionalidad, un color de piel, nuestra salud y un cerebro preparado para absorber el mundo. A medida que aprendemos sobre el mundo, aprendemos sobre nosotros mismos. Llegamos a descubrir quién y qué amamos, quiénes queremos ser y dónde encajamos en el mundo. Aprendamos a usar las etiquetas para bien, dejando atrás viejas nociones de estereotipos negativos. Cuidemos para no confiar en las etiquetas para informarnos sobre cada aspecto de una persona, recordando que representa una fracción de su identidad. Lo más importante: los humanos no son estáticos como las etiquetas. Cambiamos, crecemos y decidimos cada día, creando la persona que anhelamos ser.

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

Continuar Leyendo
Publicidad
Publicidad
Publicidad

Más visto