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Opinión

Familias naturales, sin conservadores por Carlos Toulet

«Paz es aceptar las diferencias del otro«

Fieles a nuestro estilo, los mexicanos hemos sido testigos/participes en los últimos días de una querella para la cual muchos ni nos sentimos parte, pero nos vemos obligados a tener una postura al respecto. Posturas que, a favor o en contra y a diferencia de otros años, debemos de pensar, recapacitar y suavizar cada vez más.

Carlos Toulet Medina

Carlos Toulet Medina

Por: Carlos Toulet

Seamos conscientes de que el debate alrededor de matrimonios igualitarios, adopción entre parejas del mismo sexo y temas subyacentes no se aclararán en el corto o mediano plazo. No existen las plataformas de conciliación, los liderazgos ni la madurez social para aceptar los argumentos de la contraparte. Somos México, vaya. No habrá resolución pronto.

Por una parte, hablamos de un Frente Nacional por la Familia, generado alrededor de una corriente conservadora –no por ello incorrecta– que demanda básicamente que la educación de los niños en torno a la ideología de género, no ponga en riesgo las costumbres de crianza familiar que se han tenido a lo largo de los años. Por el otro, la comunidad LGTB, quienes vienen arrastrando una gran ola global de aceptación y “buena onda” por parte de todas las audiencias con las que se involucran, simplemente se defienden, con el estricto pero basto argumento, de la igualdad en derechos. No hace falta echarse un clavado a la constitución. Tienen la razón.

Para empezar y a título personal, toda nomenclatura que empiece con “frente”, “nacional” o “confederación” me suena a fascismo. La mayoría de organizaciones en México que se catalogan de esa mal-manera, casi siempre recurren a activismos anquilosados que persiguen intereses económicos o políticos muy mal matizados. No encuentro como defender o separar a este movimiento “familiar” de todos los que ahí englobo. #sorrynotsorry

Pobre en su contenido y comunicado de una forma tan primitiva, uno de los argumentos es abanderado bajo el término familia “natural”. Yo les preguntaría: ¿cómo fue que lograron ellos distinguir lo biológicamente determinado? Porque si a la conceptualización de “natural” nos vamos, para mí es algo que por su mismo significado, tolera muchas posibilidades que ni usted ni yo entendemos, la homosexualidad o bisexualidad es un ejemplo muy ADOC. Más aún creo yo, que los rasgos culturales, las verdades siempre acabarán apareciendo donde guardamos los instintos. ¿Y qué es el instinto? Lo más natural que puede tener nuestro comportamiento.

El punto clave es que los dos movimientos carecen de liderazgos trascendentes a través de los cuales las posturas puedan ser un poco más condensadas por ambas partes y el debate de verdad exista.

¿Cuándo hemos sido testigos de que las redes sociales solucionen un conflicto socio-cultural? ¡Jamás! Echan más leña a la lumbre y dividen más de lo que parece. Estas herramientas digitales claramente mal utilizadas por la mayoría, enardecen a la furia colectiva y amplifican más la brecha ideológica. Cuando hay ideas y pensamientos divergentes, descalificar al otro es muestra de suma ignorancia. Ahí radica la inexistencia de un probable acuerdo. El Bien vs El Mal – Cielo e Infierno – Cuando solo muy muy pocos, cabemos allá arriba.

Para equilibrar un poquito la cosa –y en lo personal no arder tan feo en el infierno– debemos tener plena claridad de que el matrimonio representa al estado civil de más relevancia e importancia dentro de nuestra sociedad, mismo que muchas veces se confunde con cualquier latido tardío en sus corazones. Ahí están los índices de divorcio, violencia y disfuncionalidad. Aguas!

Si bien defiendo la postura de la comunidad LGTB, LGTBI, LGTBIBF4E y añadidas, deben tener a bien considerar seriamente adoptar la prudencia y el pudor que toda sociedad requiere –sin generalizar–, considerando que la negación de lo que se es, se hace, se dice y se siente, no está a discusión. Adelante!

Fui criado en una ciudad pequeña, por una familia tradicionalista y en una institución académica católica de hueso colorado. Actualmente me rodeo de hombres y mujeres gay, a los cuales admiro y estimo de sobremanera y de los cuales tengo plena confianza viven en familia, muchas de ellas más funcionales y envidiables que cuantiosas tradicionales. Jamás me negué y me negaré a explorar las excéntricas convencionalidades que lo natural o social en este mundo pudieran presentarme. Eso hoy lo considero una ventaja.

Abrazo de gol a Donovan Carrillo, patinador mexicano, que al ritmo de Juan Gabriel conquisto Japón y que sin serlo, la raza catalogó como gay. Lo aplaudible es que mi muchacho replicó que, lo que en verdad le molestaba, era que la gente considerara el término “gay” como insulto.

El país de las marchas: tanta movilización social me hace pensar que pertenezco simultáneamente a tantas mayorías y a tantas minorías que debería marchar contra mí mismo ¿Quién se siente igual?

 

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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