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Opinión

Fuera de la vía láctea. Por Itali Heide

Todo el mundo vio las nuevas imágenes que la NASA publicó con el telescopio espacial James Webb, y si son como yo, les pareció un descubrimiento monumental.

Cualquier cosa que haga la NASA me deja boquiabierta, pero esto está realmente en otro nivel en cuanto a cuestiones filosóficas y científicas. Llegando más lejos que nunca, el telescopio consiguió captar imágenes de hasta 250 millones de años después del Big Bang.

Ya puedo sentir las miradas de ojos volteados virtuales al mencionar lo que es innombrable: «el Big Bang». Esa cosa que nos enseñaron a despreciar y, sobre todo, ignorar. De parte de alguien a quien todo le da miedo: no es tan aterrador. No tiene por qué cambiar la visión espiritual de una persona. Por el contrario, lo veo como una forma de entender lo profundo e inexplicablemente hermoso que es la creación del universo en el que nos tocó vivir.

La inmensidad del universo se muestra en las fotos, y hace que uno se dé cuenta de lo insignificante que es una sola vida a la gran escala de las cosas. Por otro lado, también nos muestra lo tremendamente importantes que somos en medio de una eternidad de todo y nada.

Cada vida encierra una historia, un valor, una silla perdida cuando ya no está. Aunque sólo seamos un minúsculo grano de arena en el universo, nos hemos dotado de un valor que hace de la conexión con otras personas una necesidad humana.

Nos echamos de menos, dependemos unos de otros y nos necesitamos. Cuando se pone en perspectiva, nos muestra lo importante que son las vidas que vivimos. ¿Hay cosas que están fuera de nuestro control y que nos hacen la vida difícil? Por supuesto. Pero todo pasa, y al final del día, quien tenga a alguien con quien volver a casa, es afortunado.

Debemos inclinarnos hacia los nuevos descubrimientos de la ciencia, pero eso no significa que la espiritualidad deba ser olvidada. En todo caso, estos descubrimientos hacen que la realización espiritual sea mucho más necesaria. Cuanto más sabemos, menos sabemos realmente y más preguntas surgen. ¿La clave? Encontrar tu respuesta.

La espiritualidad es una forma de gestionar un comienzo que parece una locura, esta eternidad que no podemos ni siquiera empezar a comprender, y la incertidumbre de la vida más allá de nosotros mismos.

Entre millones de galaxias se encuentra la nuestra. Un grano de arroz en el proverbial y gigantesco arrozal. En ese minúsculo grano de arroz, planetas a años luz nos regalan un espectáculo en el cielo y la estrella más cercana ilumina nuestras tardes de verano mientras que la luna ilumina noches inolvidables. En un sólo planeta del sistema solar, ocho mil millones de personas vivimos vidas paralelas pero distintas.

Todos nacemos, todos crecemos, todos vivimos y todos morimos. Encontramos alimento, encontramos protección y encontramos conexión. Todos reímos, lloramos, nos enfadamos, pasamos por el luto, luchamos y sonreímos.

Seguramente al universo no le importamos tanto, siendo una conchita en un mar eterno. Como no lo hace, debemos ser nosotros los que demos sentido a lo que nos importa.

En todas las naciones, culturas, idiomas, épocas y galaxias hay algo que nos une a todos: los vínculos que creamos. Ya sea la familia, la familia elegida, los amigos o las comunidades, todos buscamos a quienes nos quieran y acepten por lo que somos. Al final del día, lo que nos dará paz ante la inmensidad y lo incomprensible del universo que nos rodea.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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