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Opinión

Héroes de la vacunación. Por Itali Heide

En el corazón de las bulliciosas ciudades y las remotas aldeas de Latinoamérica, se está produciendo una revolución silenciosa, liderada por un ejército de héroes invisibles.

No llevan capa ni poseen poderes extraordinarios, pero su impacto es inconmensurable. Estos campeones anónimos son trabajadores de la salud, científicos, voluntarios y personas comunes que colaboran incansablemente para allanar el camino hacia la vacunación universal.

Imagínense un animado mercado callejero en el corazón de una ciudad latinoamericana. El aire se llena de los tentadores aromas de la cocina local, y los sonidos de las risas y las animadas conversaciones resuenan por los callejones. En medio de este colorido tapiz, el destino orquesta su danza, uniendo a individuos de todas las profesiones y condiciones sociales.

Médicos devotos navegan por las laberínticas calles con una única misión: llevar el poder salvador de las vacunas a los rincones olvidados de la sociedad. En sus mochilas llevan viales de esperanza que protegen a su pueblo de las garras de enfermedades prevenibles. Con una determinación inquebrantable, forman alianzas con líderes de las comunidades, ayudando a reunir a las masas y difundir la importancia de la inmunización.
A través de asociaciones innovadoras con proveedores locales de atención sanitaria, comunidades remotas abren las puertas a la vacunación universal. Se transmiten historias de triunfo a medida que las vacunas llegan a los rincones más remotos, forjando un vínculo entre las tradiciones ancestrales de comunidades indígenas y la medicina moderna.

Mientras la batalla por la vacunación universal se recrudece, dos poderosas alianzas se ponen a la altura de las circunstancias. Medical Impact, una organización visionaria, impulsa un movimiento transformador que trasciende fronteras. Sus incansables

esfuerzos potencian los sistemas sanitarios locales, proporcionándoles recursos y formación esenciales. Al unificar conocimientos y recursos, forman un frente unido que derriba las barreras que dificultan el acceso a las vacunas.

A su lado lucha The People’s Vaccine Alliance, quienes surgen como la voz de los marginados, luchando para garantizar que las vacunas se conviertan en un derecho, no en un privilegio.
Este movimiento de base amplifica las voces de los que no son escuchados, exigiendo una distribución equitativa de las vacunas en toda América Central y del Sur. Se esfuerzan por desmantelar las barreras de la pobreza y la desigualdad, tejiendo un tapiz de solidaridad que no deje a nadie atrás.
En las laberínticas calles y exuberantes selvas de Centroamérica y Sudamérica, el camino hacia la vacunación universal se ve impulsado por la resistencia y la determinación de innumerables héroes.

Los médicos, voluntarios, y apasionados encarnan el espíritu de esperanza y progreso, y nos recuerdan que el cambio es posible, incluso ante retos de enormes proporciones.
Gracias a la dedicación inquebrantable de organizaciones como Medical Impact y The People’s Vaccine Alliance, el sueño de la vacunación universal se convierte en una realidad alcanzable. Su incansable labor da vida a la promesa de un futuro más saludable, en el que se venzan las enfermedades y se salven vidas.

Ahora que nos encontramos en la encrucijada de la historia, celebremos el indomable espíritu humano que nos une a todos. Juntos, podemos construir un mundo en el que la vacunación universal no conozca fronteras, garantizando que los héroes invisibles de América Central y del Sur sigan allanando el camino hacia un mañana más brillante.

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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