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ILEGITIMIDAD PERNICIOSA POR VÍCTOR OROZCO

 

Tal vez la principal función de las instituciones públicas, es dotar de legitimidad a la autoridad. Sin ella, se puede ejercer el poder sobre los gobernados, por un tiempo limitado y sembrando terror, desconfianza, injusticias y trastocando a cada paso la convivencia entre civilizados. Un gobierno así, se constituye en una genuina tragedia para los pueblos que lo padecen. Por ello, en todos los regímenes presumiblemente democráticos, se ha instalado un complejo sistema de competencias, jurisdicciones e instancias que tiene como propósito filtrar varias veces una decisión oficial proveniente de un órgano legislativo, administrativo, judicial o electoral. El resultado final, se supone, debe ser nítidamente cristalino, por cuanto estaría libre de cualquier impureza de ilegalidad. Ésta es la hipótesis o premisa en la que se asienta el llamado Estado de derecho.

Entre más se asciende en la jerarquía de las normas y de las autoridades, el principio expuesto adquiere mayor relevancia. Si bien al mismo se subordinan tanto la sentencia de un modesto juez de paz como la que dicta una corte suprema sobre un problema de constitucionalidad, ésta última afecta la vida colectiva e individual de todos los habitantes. Así acontece en la coyuntura presente: el máximo tribunal en asuntos electorales, debe resolver sobre la legalidad de la elección federal realizada el pasado 1 de julio.  Los magistrados a quienes se ha confiado la última palabra en el ámbito de la ley, deben  hacerse cargo de que cualquier mancha de ilegitimidad sobre los nuevos funcionarios investidos de poder, tendrá consecuencias funestas. Una primera es que agudizará la frustración de millones de mexicanos, especialmente de jóvenes, al advertir que la sociedad y sus instituciones son incapaces de abandonar este ciclo de gobiernos contaminados por la sospecha de fraude compartida por millones e impresa en su mismo origen. Además de los enconos y divisiones que generará una sentencia dictada por complicidad con los beneficiarios de la violación a la ley, habrá otras resultantes ya experimentadas. De allí emanará un gobierno con escasa capacidad de interlocución con gobiernos extranjeros, vulnerable a las presiones, débil en la defensa de los intereses de toda la población, ya sea la avecindada en el territorio nacional o la formada por millones de mexicanos residentes fuera del mismo. Podrán llenarse informes y discursos a granel sobre realizaciones, venderse la imagen de eficacia, pero no podrán ocultarse la falta de gobernabilidad, los mayúsculos espacios sociales en los cuales no rige la ley, sino imperan los dictados de criminales o de quienes controlan las instancias oficiales a través del dinero. Así ha sucedido durante los años de la administración actual.

A la postre, los únicos que ganan con un gobierno tenido por ilegítimo en grandes franjas de la colectividad, son los poderes fácticos. La historia enseña que cada presidente de la República que ha asumido el poder mediante procedimientos con graves vicios jurídicos y políticos, ha buscado el apoyo de los grandes dueños del dinero, de la jerarquía eclesiástica, de los monopolios en las comunicaciones, a quienes ha cedido porciones de autoridad o hecho concesiones en extremos perjudiciales para el interés general. Con iguales objetivos, se han emprendido políticas aciagas para la población en la búsqueda de protagonismo y soporte popular. Tal es el caso de lo acontecido en 1988 con la administración de Carlos Salinas de Gortari y en 2006, con la de Felipe Calderón, si pensamos en dos experiencias de la etapa contemporánea.

Muy lejos de estos ejemplos, los mexicanos requerimos de un gobierno aceptado, imparcial, con el cual podamos disentir, pero al que asumamos como legítimo, encargado por el mandato popular y hasta las nuevas elecciones de gestionar los asuntos públicos.

Los cargos o acusaciones presentados en contra de quienes fraguaron y organizaron la campaña política de Enrique Peña Nieto, candidato declarado triunfador por el Instituto Federal Electoral, son de una enorme gravedad. El uso masivo de recursos públicos o privados para repartir bienes o dinero a los votantes, sobre todo a quienes sufren la pobreza, no debe ser validado por la justicia electoral. De hacerlo las futuras elecciones se convertirán en un espectáculo de pan y circo, carentes en absoluto de credibilidad y los mexicanos estaremos cada vez más lejos de vivir en un sistema democrático en donde el poder se subordine a la voluntad ciudadana. La corrupción institucionalizada de la vida pública será otra de las consecuencias. ¿Cómo acotar los potestades de los funcionarios?. ¿Cómo colocar frenos a su prepotencia, al enriquecimiento ilícito con fondos del erario?. ¿De dónde podrá salir la fuerza que impida a los altos y pequeños oficiales del gobierno disponer de los bosques, de las aguas, de los yacimientos minerales cómo si fueran patrimonio personal?. ¿De dónde, si los títulos de su poder no se encuentran en los votos libres sino en los comprados?. ¿Y entonces, para qué ir a las urnas?.

Hasta ahora, connotados intelectuales y periodistas defensores de la presunta limpieza del proceso electoral,  han optado por descalificar a los impugnadores, principalmente al candidato del Frente Progresista, Andrés Manuel López Obrador, antes que entrar al fondo del asunto.  Un caso típico es el de Federico Reyes Heroles, para quien el tema no estriba en ocuparse de las imputaciones, revisar su procedencia y verosimilitud, sino en desacreditar al principal acusador: «El primer problema está en el necesario respaldo moral del demandante. Ladrón que acusa a ladrón no puede reclamarse como juez del pueblo». Cómo éstos he leído decenas de epítetos contra AMLO: fascista, hipócrita, dictador, corrupto, orate y un sinfín de etcéteras, a cual más hiriente en sus pretensiones. Se piensa, tal parece, que amontonando improperios se limpiará la elección. Cuesta trabajo incluso entender que ilustrados escritores (Héctor Aguilar Camín, Soledad Loaeza…) prefieran discutir sobre la personalidad y las reacciones del tabasqueño, cargándole las tintas desde luego.  Pero y ¿La compra de los votos?. ¿Se hizo o no se hizo?. Y si fue así ¿En qué medida se afectan a los comicios y al presunto gobierno encabezado por EPN?. ¿Hemos de conformarnos con una democracia de fachada?

En esta tesitura, los magistrados integrantes del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación tienen sobre sus hombros una colosal responsabilidad. Cada palabra y cada concepto que usen en la sentencia definitiva sobre las recientes elecciones federales, en especial la de Presidente de la República, será examinada por la Historia. Pueden arrojar una losa sobre las esperanzas democratizadoras del pueblo mexicano o bien, abrir una puerta para que aquellas se conviertan en realidades. Esperemos.

 




VÍCTOR OROZCO

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Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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