Ecos Dominicales y Lunáticos
El pasado 25 de Julio escribí mi columna “El Movimiento”publicada por este mismo medio donde aborde los claroscuros del movimiento olimpistas y su impacto en la humanidad en sus haceres terrenales, pasada la recienteclausura de los juegos olímpicos el domingo creo que no fueron tan lejanas mis palabras escritas aquel jueves, basta con revisar los muros de las redes sociales de algún familiar o conocido.
Después de observar diferentes diciplinas, de googlear resultados y mirar reels en mi pantalla sobre la hermosura parisina y las hazañas de la humanidad en esta justa deportiva, recordé el planteamiento del filósofo francés René Descartes cuando revolucionó el pensamiento occidental al presentar la idea de los seres vivos como una «machina animata» o máquinas animadas. Descartes describía a los cuerpos animales, y por extensión a los humanos, como mecanismos complejos, guiados por principios mecánicos y físicos, reduciendo la vida a un conjunto de engranajes que operan sin necesidad de un aliento que los dirija. Esta visión, aunque radical en su tiempo (Siglo XVII), invita a reflexionar sobre su aplicación en estos días postolímpicos donde los cuerpos parecen desafiar los límites de lo humano y, al mismo tiempo, reivindicar la dimensión más elevada del espíritu.
Los atletas olímpicos, con sus cuerpos cincelados por la disciplina, la determinación y la tecnología moderna, representan en muchos aspectos la encarnación del «machina animata«. Sus entrenamientos rigurosos y altamente sistematizados transforman sus cuerpos en máquinas eficientes, optimizadas para el máximo rendimiento. Cada músculo, tendón y hueso es afinado para responder con precisión, velocidad y fuerza, como si fueran engranajes en una máquina bien aceitada. Es fácil, entonces, caer en la tentación de verlos exclusivamente como máquinas, cuya función principal es la ejecución perfecta de su tarea.
Sin embargo, reducir a estos atletas a meros autómatas físicos sería un error filosófico. El mismo Descartes, a pesar de su mecanicismo, distinguía entre los animales y los humanos por la capacidad de los últimos para pensar y, por ende, poseer un alma. Los atletas olímpicos durante los últimos días generaron en nosotros un torrente emocional, donde al representar naciones enteras, donde al representar los sueños de millones y donde los fluidos erosionados de sus cuerpos al lograr las hazañas numéricas, se comparaban con las lagrimas de todo un pueblo.
El verdadero espíritu olímpico trasciende la mera mecánica del cuerpo. Es una celebración del potencial humano, no solo físico, sino también mental y espiritual. Los atletas, en su búsqueda por superar sus propios límites, no solo ponen a prueba la capacidad de sus cuerpos, sino también la fortificación de su mente y la integridad de su carácter. Cada victoria y cada derrota son recordatorios de que, aunque el cuerpo pueda actuar como una máquina bien programada, es la mente la que lo dirige, la que decide continuar cuando el dolor es insoportable, la que visualiza la meta cuando los músculos están al borde del desgarre.
El atleta olímpico es una fusión de la «machina animata« y el ser humano integro. Sí, hay una precisión mecánica en sus movimientos, pero estos están animados por algo mucho más profundo: el deseo de trascender, de alcanzar un sueño que va más allá de lo físico. Esta aspiración hacia lo inalcanzable, hacia la superación constante, es lo que distingue a los atletas de las máquinas, lo que hace que su esfuerzo sea no solo admirable, sino también profundamente humano.
Todo este Planteamiento me surgió ayer cuando platicaba por la vía de la “injerencista” y “antidemocrática” aplicación de WhatsApp con una amiga olímpica (Beijing 2008) que me menciono que sufría de depresión postolímpica y caí en cuenta que quizá yo también la sufro y es evidente porque séque no soy esa «machina animata« de René Descartes si no mas bien el completo incompleto de Pau Donès mientras veíamos la clausura de los juegos olímpicos.
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