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Opinión

La antepenúltima de Duarte por Victor Quintana

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La volvió a hacer. Aunque su sexenio vive sus últimas horas, sigue dando lata. Como el robot de  Terminator I del que ya sólo quedaba una mano con antebrazo mecánico, pero se seguía moviendo para hacer el mal. Así llega César Duarte al final de su gobierno.

Si varias organizaciones de la sociedad civil les impidieron a los serviles diputados imponer la reforma constitucional para crear un sometido Consejo de la Judicatura el jueves pasado, el Congreso vuelve a convocar a período extraordinario para el próximo lunes con ese punto en la agenda. Duarte quiere a toda costa salirse con la suya. Burlarse del pueblo de Chihuahua una y otra vez, hasta el último segundo antes de entregar su agonizante mandato.

En la sesión de la Comisión Permanente del Congreso del miércoles pasado, los criados de Duarte disfrazados de legisladores citaron a Sesión Extraordinaria para el día siguiente. De la nutrida agenda destacaban dos temas. El primero implica reformar la Constitución del Estado, crea el Consejo de la Judicatura Estatal y modifica la forma de elegir a los magistrados del Tribunal Superior de Justicia. En ambos casos, se favorece al gobernador y al presidente del Tribunal para que tengan más poder y puedan controlar a la mayoría de los magistrados y de consejeros de la nueva judicatura. De aprobarse esta iniciativa, que se presenta a última hora y no deja espacio alguno para la participación de la sociedad civil, el Poder Judicial del Estado de Chihuahua estará controlado por los personeros de César Duarte al menos por seis años más.

La otra iniciativa es la que establece escoltas y protección permanente para los exgobernadores y algunos exfuncionarios, con cargo al erario chihuahuense. Un gobierno que se distinguió por el dispendio en escoltas y camionetas blindadas va ahora a echar sobre los hombros de los contribuyentes la pesada losa de sostener a los ejércitos privados de los gobernantes y funcionarios corruptos y miedosos.

Sin embargo, desde antes de iniciarse la sesión extraordinaria del Congreso del Estado, un contingente de activistas de la Alianza Ciudadana y de las Barras y Colegios de Abogados se hicieron presentes en la sala de plenos, tomaron la tribuna y con megáfonos y pancartas mostraron su rechazo al golpe legislativo del duartismo.

Inundaron las redes sociales llamando a toda la ciudadanía a mostrar su repudio. La gallarda reacción ciudadana, organizada en unas cuantas horas, logró que la mayoría priista bajara del orden del día la sesgada iniciativa para crear el Consejo de la Judicatura.

Con todo y eso, los legisladores prosiguieron la sesión: aprobaron las escoltas para el fiscal y el director de la Policía Estatal y reeligieron e hicieron prácticamente inamovibles a dos magistrados de Parral, amigos del gobernador. Para taparle el ojo al macho legislaron para que las fotomultas no vuelvan nunca más.

Pero la estaca no estaba bien clavada en el corazón del vampiro, o por más aplanadoras ciudadanas que le pasen encima o granadas de la opinión pública le exploten, lo que queda del Terminator sigue haciendo la vida imposible a cuanto prójimo tenga en los confines del estado: le ordenó a sus diputadas y diputados en el Congreso que vuelvan a citar a período extraordinario para el próximo lunes 26 y vuelvan a subir el tema del Consejo de la Judicatura. No es que le inflame las entrañas el deseo de dejar a Chihuahua instituciones justicieras expeditas, modernas, que rindan buenas cuentas. Lo que le urge es que sus compadres queden dentro de esas instituciones. Es muy bueno que en el Poder Judicial haya un organismo de contrapeso, evaluación y seguimiento, como lo es el Consejo de la Judicatura. Pero es muy malo que ese Consejo esté controlado por magistrados o –como se teme– por jueces que sólo escuchan la voz del amo y ese amo no sea el pueblo.

Al cerrar estas líneas, a diez días que finalice el gobierno de César Duarte, este es uno más de los hechos de corrupción y autoritarismo con que él se despide. Seguramente no el último.

Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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