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Opinión

La decisión. Por Raúl Saucedo

A 50 años

En una mañana soleada de septiembre en Santiago de Chile, la capital chilena se despertaba con un aire tenso y expectante. Las tensiones políticas, que habían estado acumulándose durante meses, finalmente llegaron a un punto crítico. Salvador Allende, el presidente democráticamente electo, se encontraba en el Palacio de La Moneda, enfrentando una crisis que cambiaría la historia de Chile.

El 11 de septiembre de 1973 quedó marcado como uno de los días más oscuros en la historia de Chile y de América Latina. Fue el día en que Salvador Allende, el presidente democráticamente electo, puso fin a su vida en el Palacio de La Moneda, en Santiago. Su suicidio dejó una cicatriz profunda en la conciencia del país y del mundo, marcando el trágico clímax de un golpe militar que cambiaría el destino de Chile.

La Moneda, un edificio icónico de la democracia chilena, se convirtió en el epicentro de la tragedia. Allende, un médico de formación y político de corazón, se negó a abandonar el poder que le habían conferido las urnas. Desde los balcones de La Moneda, hizo un último llamado desesperado a la unidad nacional y al respeto a la Constitución. Sus palabras resonaron en el corazón de quienes lo apoyaban, pero también en los oídos de quienes ansiosamente esperaban su caída.

Mientras la tensión aumentaba, las fuerzas armadas rodeaban el Palacio. Tanques y soldados con uniformes verdes y cascos se alineaban en las calles. El estruendo de los disparos y los gritos llenaba el aire, mientras los enfrentamientos entre manifestantes y fuerzas armadas se regresaban cada vez más violentos.

Pinochet quien fungía como secretario de las fuerzas armadas, se acercaba al corazón de la democracia. El edificio de La Moneda se convirtió en un infierno de fuego y humo mientras las bombas caían sobre él. Los enfrentamientos entre leales a Allende y las fuerzas militares se recrudecían en las calles.

Finalmente, en la tarde de ese 11 de septiembre, la resistencia de Allende llegó a su fin. El Palacio de La Moneda cayó en manos de los militares. Pinochet y sus seguidores tomaron el control del país y anunciaron la suspensión de la democracia. La dictadura militar había comenzado.

Las consecuencias del golpe de Estado fueron devastadoras. Miles de chilenos fueron detenidos, torturados y asesinados por el régimen de Pinochet. La democracia y los derechos humanos se vieron gravemente violados durante los 17 años de su gobierno. Chile, que había sido un faro de democracia en América Latina, quedó sumido en la oscuridad.

A 50 años del golpe de estado (1973-2023), el presidente de Chile, Gabriel Boric, conmemoró el aniversario, destacando la defensa de la democracia y los Derechos Humanos. Durante el acto en el Palacio de la Moneda, Boric recordó a las víctimas de encarcelamiento, tortura, desaparición y asesinato, y enfatizó que la violación de los Derechos Humanos debe ser condenada sin importar el color del régimen.

Boric subrayó la importancia de la democracia como el camino hacia una sociedad justa y humana y expresó que la revelación contra el golpe militar era una opción viable. También rindió homenaje a quienes salvaron vidas de manera anónima y destacó la solidaridad internacional que se manifestó desde las primeras horas del golpe.

Mientras el referente milenial de Latinoamérica con sus tatuajes de la resistencia galáctica es actor y testigo histórico de esta fecha, este generacional observa a la sombra de un ahuehuete como las fuerzas armadas tienen protagonismo en la agenda nacional de México y mejor decido susurrar y tratando de aprender poemas de Neruda, pero solo hace resonancia en este inicio de otoño aquella que dice…«Quiero hacer contigo lo que la primavera hace con los cerezos».

MAIL: rsaucedo@uach.mx
X: @Raul_Saucedo

Opinión

KAFKIANO. Por Raúl Saucedo

ECOS DOMINICALES

En el laberinto de la política contemporánea, a menudo podríamos considerar  que nos encontramos deambulando por pasillos de las obras de Franz Kafka. Esa sensación de absurdo, opresión y burocracia incomprensible que caracterizan lo «Kafkiano» no es exclusiva de la ficción; es una realidad palpable en el día a día de millones de ciudadanos alrededor del mundo.

A nivel global, la política parece haberse transformado en un sistema gigantesco, deshumanizado y a menudo ilógico. Las decisiones se toman en esferas lejanas, por personajes que parecen habitar otro universo, mientras que las consecuencias recaen directamente sobre los ciudadanos de a pie. ¿Cuántas veces hemos visto acuerdos internacionales o normativas supranacionales que, a pesar de sus buenas intenciones, terminan generando más confusión y restricciones que soluciones? Es la burocracia global, un monstruo de muchas cabezas que opera bajo sus propias reglas, ajeno a las realidades individuales. Los ciudadanos se sienten como los personajes de Kafka, constantemente a la espera de un veredicto o una explicación que nunca llega, o que llega demasiado tarde y de forma incomprensible.

En América Latina, la esencia Kafkiana de la política se magnifica. La historia de la región está plagada de sistemas que parecen laberintos, donde los procesos se estancan por años, las acusaciones no tienen fundamento claro y la justicia parece un privilegio, no un derecho. La corrupción es otro elemento profundamente Kafkiano: actos inexplicables de desvío de recursos o favores políticos que operan en las sombras, imposibles de rastrear o de exigir responsabilidades. Los ciudadanos se enfrentan a un estado omnipresente pero ineficiente, que promete soluciones pero solo entrega más papeleo y trámites sin fin. Las promesas electorales se desvanecen en el aire como niebla, dejando un rastro de desilusión y cinismo. La sensación de desamparo es palpable, pues la maquinaria política y administrativa, en lugar de servir, parece diseñada para agobiar y confundir.

Existen países que para interactuar con dependencias gubernamentales puede ser una auténtica Odisea Kafkiana. Solicitar un permiso, registrar una propiedad o incluso tramitar una simple credencial puede convertirse en una misión imposible, llena de requisitos ambiguos, ventanillas equivocadas y funcionarios que ofrecen respuestas contradictorias. La burocracia, en muchos casos, no solo es lenta, sino que parece tener una lógica interna ajena a la razón, diseñada para agotar la paciencia del ciudadano. A esto se suma la impunidad, un fenómeno profundamente Kafkiano, donde crímenes y actos de corrupción permanecen sin castigo, generando una sensación de injusticia y resignación. Las narrativas oficiales a menudo carecen de la transparencia necesaria, dejando a la población en un estado de perpetua incertidumbre y desconfianza, buscando desesperadamente una explicación que nunca llega, o que es inaceptable.

En este panorama, la política se percibe como un ente ajeno, una fuerza opresiva que opera bajo un código indescifrable. Para muchos, participar activamente se siente como un esfuerzo en vano contra un sistema que parece inmune al cambio. La resignación es un peligro real, y la apatía se convierte en una respuesta lógica a la frustración persistente.

Sin embargo, como en las obras de Kafka, donde los protagonistas, a pesar de su desorientación, siguen buscando una salida o una explicación, nuestra sociedad no debe rendirse. Entender la naturaleza Kafkiana de nuestra política es el primer paso para exigir transparencia, simplificación y, sobre todo, una humanización de los sistemas que nos rigen. Solo así podremos, quizás, encontrar la puerta de salida de este interminable laberinto.

Esta reflexión viene de mensajes en grupos, cafés en mesas y observaciones del pasado domingo, donde lo kafkiano quizá no es la situación, si no nosotros mismos.

@Raul_Saucedo

rsaucedo@uach.mx

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