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Opinión

La dignidad. Por Raúl Saucedo

EL MURO DE HONOR

La figura de Xicoténcatl, el joven guerrero tlaxcalteca que es vinculado a los conquistadores españoles, ha sido durante siglos una de las más controvertidas historias dentro delproceso de la ocupación Ibérica de México. Calificado por algunos como el gran traidor de esta etapa de la historia nacional su legado ha sido objeto de intensos debates entre historiadores, políticos, la academia y la sociedad. Sin embargo, recientes reinterpretaciones y actos por parte del estado mexicano han buscado reivindicar su memoria y resaltar la complejidad de su papel en uno de los episodios más trascendentales de la historia de nuestro país.

La etiqueta de traidor que ha perseguido a Xicoténcatl surge principalmente de su resistencia inicial a las alianzas con los españoles. En un momento en que la mayoría de las culturas indígenas se hallaban sometidas al poderío militar y político de los mexicas, la decisión de Tlaxcala, liderada por Xicoténcatl, de enfrentarse tanto a los aztecas como a los invasores europeos fue vista por algunos como una traición al eventual triunfo de la causa indígena. Sin embargo, este análisis simplista pasa por alto las complejas dinámicas políticas y sociales que caracterizaban a Mesoamérica en el siglo XVI.

Xicoténcatl, no solo era un guerrero valiente, sino también un estratega consciente de las amenazas que enfrentaba su pueblo. Tlaxcala estaba rodeada por el Imperio Mexica, con quienes mantenían una relación de constante conflicto y resistencia. Para los tlaxcaltecas, los españoles representaban una oportunidad para finalmente derrotar a sus enemigos históricos. No obstante, Xicoténcatl veía en los europeos una amenaza aún mayor, y su resistencia inicial a unirse a Hernán Cortés no fue motivada por falta de visión, sino por un profundo sentido de protección hacia su gente.

El eventual giro de Tlaxcala hacia la alianza con los conquistadores fue una decisión pragmática, influenciada por las presiones internas y la perspectiva de sobrevivir en un entorno cada vez más dominado por los españoles. Si bien Xicoténcatl fue uno de los líderes más resistentes a esta alianza, su postura finalmente fue superada por las fuerzas de la realpolitik de la época. Al final, Tlaxcala mantuvo una relativa autonomía durante el periodo colonial, lo que algunos historiadores consideran una victoria diplomática en medio de la derrota militar generalizada de los pueblos indígenas.

La revalorización contemporánea de Xicoténcatl refleja un esfuerzo por entender la Conquista desde una perspectiva menos absolutista y más matizada. El reciente reconocimiento por parte del Senado Mexicano (15-ago-24) a su figura no solo busca corregir lo que muchos ven como una injusticia histórica, sino también resaltar la importancia de la resistencia indígena y la dignidad de sus historia y su gente.

Xicoténcatl ahora puede ser visto como un símbolo de resistencia, un líder que, frente a las fuerzas abrumadoras de su tiempo, optó por luchar por la supervivencia y dignidad de su pueblo. Esta reinterpretación nos recuerda la importancia de revisitar y revaluar las figuras históricas, considerando las complejidades y desafíos a los que se enfrentaron en su tiempo.

Al escuchar las palabras del maestro Francisco Mendoza y su narrativa de la “Verdadera Historia de México”, no podía dejar de pensar en el símil del senado y aquel órgano colegiado tlaxcalteca que obligo a Xicoténcatl a entrar a Tenochtitlan y a posterior en los libros de historia nacional.

Mientras la historia resonaba en aquel salón de curules de avenida Reforma me asalto la idea de cuantos traidores a la patria actuales serán reconocidos en un muro de honor en 300 años, tiempo al tiempo…

@Raul_Saucedo

rsaucedo@uach.mx

 

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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