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Opinión

La era de la decisión. Por Itali Heide

Itali Heide

Vivimos en la era de la decisión: podemos decidir cómo vivir, a quién amar, cómo vernos y quiénes queremos ser. Tomamos decisiones que van de lo importante a lo relativamente insignificante: podemos incluso decidir el color de nuestros calcetines, cuál selfie de las 20 que tomamos queremos publicar y qué ingredientes queremos en nuestra pizza.

La posibilidad de elegir libremente ha transformado nuestras vidas y nos ha permitido vivir con más autenticidad que nunca antes en la historia, pero ¿también nos hace sentir ansiedad por las decisiones cotidianas? Quizás.

El mundo desarrollado nos ha dado todo lo que podríamos soñar, esté o no a nuestro alcance. Aunque tenemos más que nunca, parece que seguimos sufriendo carencias materiales, espirituales y emocionales. Nos aferramos a fugaces momentos de alegría provocados por la llegada de un paquete de Amazon, que desaparecen rápidamente porque el cliché es cierto: las cosas materiales no te hacen feliz.

Una cosa es cierta: el dinero no es la felicidad, pero no se puede ser feliz sin dinero. No porque el dinero compre cosas, sino porque el dinero compra estabilidad. Es imposible vivir cómodamente y contento sin una casa, sin comida, sin diversión y sin las necesidades humanas básicas.

Criticamos a los que tienen menos que nosotros, pensando erróneamente: «los pobres son pobres porque quieren». Absolutamente nadie quiere ser pobre, no porque quiera comprarse el último iPhone, sino porque quiere sobrevivir. Existimos en un mundo en el que el dinero es la única forma de ser estable y los problemas sistémicos asolan a los que no son tan afortunados de tenerlo. Los pobres son pobres porque no tienen elección, al igual que los ricos son ricos porque el dinero inevitablemente crea más dinero.

No todos tienen el lujo de elegir: demasiadas personas deben conformarse con lo que la vida les ofrece. Tal vez eso signifique que vivirán sus días trabajando despiadadamente en una fábrica por meros centavos. Nadie elige la familia en la que nace, así que quizás eso signifique crecer en un hogar donde la violencia y el miedo son la norma. Muchas personas no pueden elegir ni una camisa de su color favorito, sino que aceptan lo que se les entrega porque no alcanza para más.

Mientras que para muchos la era de la decisión es una oportunidad para la autoexploración, para otros es una cárcel. Aparte del tiempo, la elección es la posesión más valiosa que tenemos. Para los que no la tienen, el crecimiento es una pendiente resbaladiza. ¿Cómo van a saber quiénes son sin poder elegir explorarse a sí mismos? Damos por sentado el hecho de que el mundo está cada vez más personalizado a quienes somos, olvidando a todos aquellos que no pueden hacerlo. En lugar de dejarnos abrumar por simples elecciones cotidianas, deberíamos vivir el momento y elegir con sabiduría. No sabemos lo valioso que es la decisión hasta que no tengamos elección.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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