Conecta con nosotros

Opinión

La existencia humana y su relación con el problema religioso por Leona Martré

Published

on

Cuestionarse sobre la relación entre la existencia humana y el problema religioso, en mi opinión, es cuestionarse sobre la primacía entre el huevo y la gallina. La idea teológica ha acompañado al hombre desde el inicio de sus tiempos y de su despertar —o dormitar— intelectual. Hablo de un despertar intelectual por la conciencia que el individuo adquiere de su inferioridad ante el mundo, de su mortalidad, imperfección y sufrimiento terrenales, lo que lo lleva a concebir un orden superior, perfecto, justificado y valedor de todas las injusticias terrestres y aun de su propia existencia, desarrollando así toda una teoría filosófica que gira, de una u otra manera, en torno a Dios; en cuanto al dormitar intelectual, hago alusión al momento humano primitivo —y no tanto— en que los fenómenos naturales, caprichos del destino y demás sucesos ininteligibles tenían su explicación no sólo más acertada, sino absoluta en la voluntad Divina, evitando así cualquier tipo de cavilación.

Es innegable que a lo largo de los siglos las comunidades han crecido inevitablemente ligadas al fenómeno religioso. No hay cultura sobre la tierra para la que no represente éste un aspecto fundamental —y muchas veces central— de su dinámica social y de su existencia. Se han edificado gloriosos imperios teniendo como eje fundamental la profesión de una religión determinada; lo mismo que se han destrozado imperios y mutilado culturas por defender dioses o imponer otros. Nada de esto nos resulta desconocido. Pero no es sólo el origen de esas colectividades lo que ha sido marcado por la religiosidad; la cultura, entendida como: conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.[1] se ha visto determinantemente marcada por el fenómeno religioso, pues éste, penetra de forma considerable en las interacciones sociales, las costumbres individuales, los hábitos de las familias, los anhelos y deseos de la persona, su proyección hacia la colectividad, su actividad profesional,  entre muchos otros factores que ahora se nos escapan.
De esta forma, llegamos al momento interior del individuo, que movido por la conciencia social impregnada de religión —sea profunda o no— deja en él vestigios de la trascendencia divina y ligan su ser con las problemáticas de la religión. Así, el individuo se cuestiona sobre el propósito de su vida, la vida después de la muerte, su esencia como hombre —y probable Hijo de Dios— el origen del mundo y de las cosas, la naturaleza del mal, entre muchas otras cuestiones que encuentran su explicación —sea afortunada o desafortunada, en los términos que enunciábamos arriba— en la religión.
Así se presenta la filosofía de la religión para quienes cuestionan y presuponen la respuesta en los estudios teológicos. Incluso, suponer que la respuesta a esas preguntas se encuentra en otro lugar, y que los postulados realizados en esta trinchera son falsos, implica el interés y por tanto reconocimiento de la importancia de la religión en la formación social, individual y filosófica de los hombres. En esta rama de la filosofía se han abordado estudios tan amplios y variados que es difícil comprender que la religión se separe de la filosofía, incluso de la concepción antropológica, pues la evolución del hombre se ha dado a la par de su pensamiento religioso.
En esta tesitura consideramos los estudios filosóficos que tenían ya un toco de divinidad, de trascendencia, absolutismo y perfección, incluso antes de la noción de “dios” institucionalizada; ideas como la Arjé cosmogónica, representan la identificación primaria con Dios en un punto conceptual que es el que entendemos ahorita, y que evolucionó a lo largo de la historia humana para crear divinidades complejas, pero siempre buscando albergar las necesidades más aberrantes del alma humana, las que no eran entendidas por sus semejantes.
La perfección de las ideas del Topos uranos, el primer motor, el bien supremo, el Dios judeo-cristiano, son todas materializaciones de una misma cosa; todos, deseos de justificar la limitación inherente al hombre, de explicar y dar sentido a su paso frugal y fugaz por la vida. El hombre intenta verse reflejado en el Dios que manifieste de mejor manera los ideales propios de su tiempo, no sólo para encontrar razón de ser en su paso por la tierra, sino para tener un espejo ideal en el cual reflejarse.
Ahora, en mi concepto, la espiritualidad debe ser distinguida de la religiosidad, entendiendo la primera como lo contrario a lo material, lo que no es sensible pero lo dota de realidad, como el cúmulo de sentimientos, pensamientos, aspiraciones, etc., que son propios del hombre como individuo que aspira a la comunión con la espiritualidad superior: la divinidad; por otro lado, la religiosidad —en el sentido occidental— se me presenta como la institucionalización del afán espiritual del individuo, la sistematización de dicha espiritualidad mediante su materialización y la imposición de normas, buscando contener, incluso —tanto en el sentido de condensar, como en el de limitar la libertad— su esencia mediante la imposición de dogmas, actos institucionalmente religiosos, sacramentos, etc.
El problema de la confianza o desconfianza, lo mismo que la negación, no me parecen un problema eminentemente divino; es decir, que impliquen una duda sobre el afán espiritual, de perpetuación o plenitud anímica del individuo, sino que, por el contrario, representan una vacilación respecto de los caminos trazados para acceder a las mismas.
Al entender el concepto de religión como la necesidad de «religar» al hombre con la divinidad, desde la esfera material en la que se desarrolla su vida, hacia la espiritual, que debería verse proporcionada por la religión, se entiende que su afán se centra en una perspectiva ascendente; es decir, que el hombre se eleve desde el plano material, temporal, terrenal en el que se desarrolla, hacia el ideal y perfecto al que debe aspirar. Entonces, según la propuesta de Ortega y Gasset, el hombre religioso no vive en concordancia con ese plano espiritual, no vive religiosamente, pues le es necesario el auxilio para lograr tal ascenso, por aspirar a lo divino.
Me parece que actualmente, el problema de las religiones está en que se han enfocado en intentar dirigir la espiritualidad individual por un camino trazado estrictamente y generalizado a todos los ánimos, sin considerar —como ya se preocupaba Kierkegaard— que la irrepetibilidad del individuo afecta también a su espíritu. Así, el hombre que busca la ascendencia mediante el auxilio de la religión, se ve obligado a andar por ese único camino, a creer, exclusivamente.
El problema de la rigidez de la religión, de la descomunión entre mandamientos divinos y praxis, el distanciamiento entre lo difundido como divino y el entendimiento o interés de una buena parte de la colectividad, la han llevado a buscar concebir la espiritualidad sin religión, o incluso a crear un sistema de creencias novedoso, que facilite la búsqueda propia de la individualidad espiritual; la trascendencia humana de forma íntegra a través del vencimiento de la finitud del hombre. Esto en el mejor de los casos, pues los mismos factores han provocado, en mi opinión, el rompimiento del hombre con un factor importante de su espiritualidad, negando en forma absoluta toda manifestación divina y de perpetuación de espíritu al abrazar el ateísmo más férreo, que implica en sí mismo un acto de fe… diverso, pero acto de fe al fin, al centrar la confianza absoluta en los postulados de la razón o de la ciencia, independientemente de que lo que los origine tenga las mismas características que la seguridad dogmática.
Es difícil determinar si el engrosamiento de las filas de esta inmovilidad espiritual se debe exclusivamente a un fallo de las religiones; a un fenómeno social que mediante el encomio a lo material, superfluo y temporal aleje a los individuos de toda interiorización; a un estadio del desarrollo del individuo que se relacione con la inmadurez que la plena integración de cuerpo, mente y espíritu exige para menester tan importante. O incluso, buscar un punto medio que unifique estos factores  y permita redireccionar el pensamiento del hombre no en la búsqueda de una conformidad religiosa, sino en el verdadero compromiso con la propia espiritualidad y la trascendencia de su alma.
Me parece que tanto el fenómeno religioso como las religiones han acompasado y escoltado el desarrollo del hombre, desde el cultivo de su alma hasta lineamientos fundamentales de su conducta y conformación  social. Es imposible separar el fenómeno religioso del desarrollo del resto de las áreas filosóficas, pues son sus implicaciones las que han movido al hombre desde los primeros tiempos de su actividad intelectiva y han moldeado uno de los aspectos más importantes de su esencia, asemejando, incluso, un estadio específico de su antropología.
Considero que el desarrollo de la espiritualidad debe representar el fin último del desarrollo del hombre, pues su paso en esta vida debe ser integral. Sea identificando una deidad determinada que represente todos los ideales del individuo y «afiliándose» a la religión que más le plazca, o incluso inspirado por dichos ideales —sin condensarlos en una deidad— y sin los lineamientos más o menos estrictos de una religión, el hombre debe encaminar sus actos materiales a la comunión entre vida ordinaria y espíritu, pues de lo contrario su espiritualidad será nimia, y los valores religiosos de los que se jacte —de haberlos— no le significarán sino meras recomendaciones sin consecuencias por su inaplicación.
Aun así, el hombre siempre estará encadenado al fenómeno religioso, pues su esencia y condición limitada, finita y racional lo llevan a buscar explicaciones satisfactorias a los problemas que, también, le son inherentes, depositando así su confianza más absoluta en lo inexplicable.   
[1] REAL ACADEMIA ESPAÑOLA. Diccionario de la lengua española. En línea, disponible en www.rae.es
leona-martre-sas

Clic para comentar

You must be logged in to post a comment Login

Leave a Reply

Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

Published

on

By

Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

Continuar Leyendo
Publicidad
Publicidad
Publicidad

Más visto