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LA FE por FRANCISCO RODRIGUEZ PÉREZ

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LA FE

Francisco Rodríguez Pérez

 

Ahora que he retomado el tema de los valores recuerdo que dejé pendiente, en febrero, la idea de abundar en la que creo es la madre de todas las virtudes: la fe.

Para ese propósito vuelvo, y los invito a volver, a la lectura de El arte de amar, de Erich Fromm, porque me parece un excelente camino para abordar esta temática que, claro, tiene muchas otras vertientes, caminos y veredas.

“¿Qué es la fe? ¿Es la fe necesariamente una cuestión de creencia en Dios, o en doctrinas religiosas? ¿Está inevitablemente en contraste u oposición con la razón y el pensamiento racional?”, se pregunta Fromm, para luego responder que “para empezar a comprender el problema de la fe es necesario diferenciar la fe racional de la irracional”.

Por “fe irracional” se refiere a la creencia (en una persona o una idea) que se basa en la sumisión a una autoridad irracional.

 

 

“Por el contrario -abunda el autor- la fe racional es una convicción arraigada en la propia experiencia mental o afectiva. La fe racional no es primariamente una creencia en algo, sino LA CUALIDAD DE CERTEZA Y FIRMEZA QUE POSEEN NUESTRAS CONVICCIONES. La fe es un rasgo caracterológico que penetra toda la personalidad, y no una creencia específica.”

Según su punto de vista, esta “fe racional” arraiga en la actividad productiva intelectual y emocional. Vista así, esta virtud, esta facultad, esta cualidad “constituye un importante componente del pensar racional, en el que se supone que la fe no tiene lugar”.

Fromm ejemplifica con un científico que para llegar a un nuevo descubrimiento, no comienza haciendo experimento tras experimento, reuniendo los hechos uno después del otro, sin una visión de lo que espera encontrar… Resulta excepcional que un descubrimiento realmente importante se haya hecho de esa manera en cualquier terreno. Tampoco ocurre que la gente arribe a conclusiones significativas cuando se limita a perseguir una fantasía.

En efecto, el proceso del pensamiento creador en cualquier campo del esfuerzo humano suele comenzar con lo que podría llamarse una «visión racional», que constituye a su vez el resultado de considerables estudios previos, pensamiento reflexivo y observación. Cuando el científico logra reunir suficientes datos, o elaborar una fórmula matemática que corrobora su visión original, puede decirse que ha llegado a una hipótesis de ensayo. Un cuidadoso análisis de la hipótesis, con el fin de discernir sus consecuencias, y la recopilación de datos que la apoyan, llevan a una hipótesis más adecuada y, quizás, eventualmente, a su inclusión en una teoría de amplio alcance.

Si estamos de acuerdo con ello, entonces la historia de la ciencia -como expone Fromm- está llena de esos ejemplos de FE EN LA RAZÓN y en las visiones de la verdad: Copérnico, Kepler, Galileo y Newton estaban imbuidos de una inconmovible fe en la razón. Por ella Bruno murió quemado en la hoguera y Spinoza sufrió la excomunión. Desde la concepción de una visión racional hasta la formulación de una teoría, es necesaria la fe en finalidad, en la hipótesis y en la teoría final, al menos hasta que se llegue a un consenso general acerca de su validez.

Quizá uno de los máximos ejemplos de esta fe racional esté representado en la teoría de la evolución, en Charles Darwin, quien luego de ser un “hombre de fe”, prescinde del Dios en que creía y de la Creación misma, para exponer, con gran fe y entusiasmo, su planteamiento revolucionario.

Ese tipo de fe está arraigada en la propia experiencia, en la confianza en el propio poder de pensamiento, observación y juicio, en el principio filosófico del “pienso, luego existo”.

Mientras la “fe irracional” es la aceptación de algo como verdadero sólo porque así lo afirma una autoridad o la mayoría, la “fe racional” tiene sus raíces en una convicción independiente basada en el propio pensamiento y observación productivos, a pesar de la opinión de la mayoría.

Fromm lleva el tema a la esfera de las relaciones humanas, donde la fe es una cualidad indispensable: «Tener fe» en otra persona significa estar seguro de la confianza e inmutabilidad de sus actitudes fundamentales, de la esencia de su personalidad, de su amor. No se trata de que una persona sea incapaz de modificar sus opiniones, sino de que sus motivaciones básicas son siempre las mismas; que, por ejemplo, siempre respete la vida y la dignidad humanas y no sea algo tornadizo.

Así, tenemos fe en nosotros mismos: “Tenemos conciencia de la existencia de un yo, de un núcleo de nuestra personalidad que es inmutable y que persiste a través de nuestra vida, no obstante las circunstancias cambiantes y con independencia de ciertas modificaciones de nuestros sentimientos y opiniones (…) A menos que tengamos fe en la persistencia de nuestro yo, nuestro sentimiento de identidad se verá amenazado y nos haremos dependientes de otra gente, cuya aprobación se convierte entonces en la base de nuestro sentimiento de identidad (…)”

Luego expone un gran principio: “SÓLO LA PERSONA QUE TIENE FE EN SÍ MISMA PUEDE SER FIEL A LOS DEMÁS, pues sólo ella puede estar segura de que será en el futuro igual a lo que es hoy y, por lo tanto, de que sentirá y actuará como ahora espera hacerlo. La fe en uno mismo es una condición de nuestra capacidad de prometer, y puesto que, como dice Nietzsche, el hombre puede definirse por su capacidad de prometer, la fe es una de las condiciones de la existencia humana.”

Otro aspecto que Fromm destaca se refiere a la fe que tenemos en las potencialidades de los otros: “La forma más rudimentaria en que se manifiesta es la fe que tiene la madre en su hijo recién nacido: en que vivirá, crecerá, caminará y hablará…”

Pero hay potencialidades, dice, que quizá puedan no desarrollarse, como las de amar, ser feliz, utilizar la razón, y otras más específicas, como el talento artístico. Esas, en todo caso, son semillas que crecen y se manifiestan si se dan las condiciones apropiadas para su desarrollo, y que pueden ahogarse cuando éstas faltan.

“De tales condiciones, una de las más importantes es que la persona de mayor influencia en la vida del niño tenga fe en esas potencialidades. La presencia de dicha fe es lo que determina la diferencia entre educación y manipulación”.

Educación, para Fromm, significa “ayudar al niño a realizar sus potencialidades”. Expone, entonces, la raíz de la palabra “e-ducere”, literalmente, “conducir desde, o extraer algo que existía potencialmente”.

Lo contrario de la educación -agrega- es la manipulación, que se basa en la ausencia de fe, en el desarrollo de las potencialidades y en la convicción de que un niño será como corresponde sólo si los adultos le inculcan lo que es deseable y suprimen lo que parece indeseable.

A continuación expone otro gran principio: “LA FE EN LOS DEMÁS CULMINA EN LA FE EN LA HUMANIDAD. En el mundo occidental, esa fe se expresa en términos religiosos en la religión judeo-cristiana, y en lenguaje secular tiene su expresión más poderosa en las ideas políticas y sociales humanísticas de los últimos ciento cincuenta años.”

La fe en la humanidad, al igual que la fe en el niño, se basa en la idea de que las potencialidades del hombre son tales que, dadas las condiciones apropiadas, podrá construir un orden social gobernado por los principios de igualdad, justicia y amor.

Como no se ha logrado aún construir ese orden, la convicción de que puede hacerse realidad necesita fe. Pero la fe no será una mera expresión de deseos, sino el análisis de las evidencias de los logros del pasado de la raza humana y de la experiencia interior de cada individuo.

En este aspecto, igualmente, la fe irracional arraiga en la sumisión a un poder que se considera avasalladoramente poderoso, omnisapiente y omnipotente, y en la abdicación del poder y la fuerza propios, pero la fe racional se basa en la experiencia opuesta: “Tenemos fe en una idea porque es el resultado de nuestras propias observaciones y nuestro pensamiento. Tenemos fe en las potencialidades de los demás, en las nuestras y en las de la humanidad, porque, y sólo en esa medida, hemos experimentado el desarrollo de nuestras propias potencialidades, la realidad del crecimiento en nosotros mismos…”

Fromm se detiene un poco más en el análisis del poder, en contraste con la fe: La creencia en el poder, como dominación, y en el uso de ese poder constituye el reverso de la fe. No hay una fe racional en el poder. Hay una sumisión a él o, por parte de quienes lo tienen, el deseo de conservarlo.

Argumenta, entonces, que la fe y el poder se excluyen mutuamente, por lo que todos los sistemas religiosos y políticos que se construyeron originariamente sobre una fe racional, se corrompieron y, eventualmente, pierden la fuerza que pueda quedarles, si sólo confían en el poder o se alían a él.

La fe puede practicarse a cada momento, expone Fromm: “Requiere fe criar a un niño; se necesita fe para dormirse, para comenzar cualquier tarea. Pero todos estamos acostumbrados a tener ese tipo de fe. Quien no la posee, sufre enorme angustia por su hijo, por su insomnio, o por su incapacidad para realizar cualquier trabajo productivo; o es suspicaz, se abstiene de acercarse a nadie, o es hipocondríaco o incapaz de hacer planes a largo plazo. Mantener la propia opinión sobre una persona, aunque la opinión pública o algunos hechos imprevistos parezcan invalidarla, mantener las propias convicciones aunque éstas no sean populares: todo eso requiere fe y coraje. Tomar las dificultades, los reveses y penas de la vida como un desafío cuya superación nos hace más fuertes, y no como un injusto castigo que no tendríamos que recibir nosotros, requiere fe y coraje.

“La práctica de la fe y el valor comienza con los pequeños detalles de la vida diaria. El primer paso consiste en observar cuándo y dónde se pierde la fe, analizar las racionalizaciones que se usan para soslayar esa pérdida de fe, reconocer cuándo se actúa cobardemente y cómo se lo racionaliza. Reconocer cómo cada traición a la fe nos debilita, y cómo la mayor debilidad nos lleva a una nueva traición, y así en adelante, en un círculo vicioso.”

Al final de su obra, Fromm expresa una frase célebre: “El amor es un acto de fe, y quien tenga poca fe también tiene poco amor.” y luego señala que “se puede aprender a tener fe como un niño aprende a caminar”.

Ya he comentado que mi Eterna Esposa, mi Amada Inmortal y yo solíamos identificar la entrada de nuestra casa con la palabra “FE”. Así persiste nuestra idea. Por una parte significaba, para nosotros, las iníciales de Francisco y Elisa, pero con ello estábamos dando reconocimiento a la que, sin duda, es la madre de todas las virtudes y de todos los valores. Por eso, en la entrada de nuestro hogar, sigue presente la FE, ahora en recuerdo de Elisa, quien siempre fue una mujer de mucha FE. In Memoriam. ¡Ha

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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