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La guerra buena es la que no existe. Por Itali Heide

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Itali Heide

La guerra ha sido inevitable desde el principio de los tiempos. Sin razón y sin sentido, pero inevitable. Ha habido miles de guerras en la historia, derivadas de cualquier cosa, desde conflictos de religión hasta la lucha por territorios. La guerra trasciende las barreras del idioma, la religión, la cultura y la lógica. Tan pronto como las sociedades establecidas aparecieron en el paisaje humano, también lo hicieron las guerras.

Cuando los desacuerdos y las disputas humanas pasan del ámbito personal al sociopolítico, son principalmente los inocentes los que sufren sus consecuencias. La muerte siempre está sobre la mesa, ya sea a manos de soldados en un combate de mano a mano, la erradicación de la identidad cultural y religiosa o en la destrucción nuclear y biológica.

Mientras el mundo observa con horror el desarrollo de la violencia entre Ucrania y Rusia, el miedo corre por las venas de los que están cerca y la solidaridad en los corazones de los que no pueden hacer otra cosa que mirar desde lejos. La guerra provoca muchas emociones, y lo único bueno que puede salir de ella, es un sentido de empatía que parece haberse perdido en el mundo moderno.

Sentimos empatía por los inocentes e ignorantes, porque son los que la merecen. Sentimos dolor por las familias que ven a un ser querido ir a la guerra. Sentimos pena por aquellos cuya ignorancia les ha permitido ser manipulados por su gobierno para creer que la guerra es un mal necesario. Sentimos inmensa tristeza por los hogares destrozados, los cuerpos perdidos en combate, las familias rotas, las infancias desaparecidas y las lágrimas derramadas. Bien lo dijo Sun Tzu en El arte de la guerra: “La ira puede convertirse en alegría, y la cólera puede convertirse en placer. Pero una nación jamás puede ser reconstruida, y una vida no puede volver a nacer.”

Las pandemias pueden asolar el mundo, las enfermedades pueden acabar con la vida de muchos, la desigualdad hunde sus raíces en lo más profundo del sistema social, la violencia se abre paso en todos los rincones del mundo, la pobreza lleva el sufrimiento a todas partes, pero nada parece tan desesperante como la guerra sin sentido. Es en la guerra donde nos damos cuenta de lo imperfectos que son los humanos, y de lo peligroso que es que los más imperfectos se adueñen un poder inimaginable.

Algunos dicen que la guerra ha hecho progresar a la humanidad. Es cierto que la guerra ha convertido al mundo en lo que es hoy, pero ¿cómo podemos llamar progreso a la masacre de vidas, ideologías, culturas, hogares y religiones? Seguro que Estados Unidos seguiría siendo Inglaterra, Italia seguiría siendo Austria, Polonia seguiría siendo Rusia, pero ¿era realmente necesario sacrificar millones de vidas en nombre del «progreso»?

Aunque en México no tememos que una bomba llegue de repente a destruir nuestra casa, nuestra escuela, nuestro supermercado, nuestro OXXO de la esquina, nuestra calle, nuestros taquitos favoritos, nuestro jardincito o nuestras vidas, en este país también estamos viviendo una guerra. Una guerra de poder, de violencia y de política que ha asolado a la nación durante décadas, a pesar de que AMLO diga que se ha acabado. Se estima que hay 350 mil muertos asociados a la guerra contra el narcotráfico desde 2006, sin contar los muchos más miles de desaparecidos.

Mientras nos preocupamos por las guerras que ocurren en el otro lado del mundo, a menudo nos olvidamos de las que ocurren en nuestras propias ciudades y pueblos. Pueden ser más discretas y ocultas, pero no por ello menos peligrosas y destructivas. Tal vez no todos vivamos con el mismo miedo que el inocente pueblo ucraniano, pero quizá sea porque hemos normalizado la devastación de la guerra del narcotráfico a la identidad mexicana.

No es justo comparar las guerras, ya que cada una es tan devastadora como la otra. La única mejor guerra es la que no existe. Mientras nos conectamos como red humana global para apoyar y mantener en nuestros pensamientos las vidas de los que sufren en Europa oriental, que sirva de recordatorio de que nosotros tampoco estamos exentos de la guerra.

Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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