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Opinión

La guerra de los chapitos. Por Caleb Ordoñez T.

‘El Chapo’ quizá esté arrumbado en una prisión de alta seguridad, pero su leyenda permanece y se posiciona a través de una nueva generación: sus hijos. Señala el periodista Caleb Ordoñez Talavera.


Caleb Ordóñez T.

Caleb Ordóñez Talavera

Los grilletes de la prisión federal de ADX Florence en Colorado, Estados Unidos parecieran no atar al poder de terror que provoca Joaquín “El chapo” Guzmán. El sinaloense ha logrado hacer de su mote una marca prestigiada del crimen.

Recuerdo estar en la ciudad de Doha, Qatar en diciembre del 2021, cuando un nuevo amigo árabe me hablaba de lo poco que sabía sobre México. “¿Conoces al chavo?” pensé entender que me preguntaba. Contrariado por su acento, le contesté con otra pregunta “¿El chavo del ocho?” Pues alrededor del mundo, el personaje de Roberto Gómez Bolaños ha sido admirado y querido por distintas generaciones. “No el chavo, el chapo” señaló el qatarí, agregando: “Chapo es muy famoso en todo el mundo, gracias a netflix”.

El Chapo quizá esté arrumbado en una prisión de alta seguridad, pero su leyenda permanece y se posiciona a través de una nueva generación: Sus hijos.

Ovidio, Alfredo e Iván Archivaldo Guzmán le han declarado la guerra a la ciudad más grande del país, un territorio que nunca logró conquistar su padre, pero que los hermanos, llamados “los chapitos” buscan afanosamente invadir con su tan afamada organización delictiva.

Lograr trascender a una de las ciudades con mayor movilidad del mundo es un reto desmedido, que requiere estrategia de primer nivel. Algo que ninguna mafia del norte del país ha logrado.

El plan de los juniors, según algunas autoridades, tiene que ver con llegar a ciertas alcaldías estratégicas, para colocar miembros del cartel y de esta manera enfrentarse algún día,con suficientes tropas a la emblemática organización  “unión Tepito”.

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Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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