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Opinión

La guerra que pudo ser. Por Caleb Ordóñez Talavera

Caleb Ordóñez T.

Caleb Ordóñez Talavera

La imagen era dantesca. Se escuchaba la voz de Julián Lebaron, quien no podía estar mas consternado: «Estamos aquí con nuestra prima Rhonita, a ella la calcinaron con sus hijos en una camioneta. Estamos esperando al agente del Ministerio Público para que levante un acta y podamos llevarnos los huesos».

Las lágrimas salían de sus ojos, pero su semblante era duro. Acababa de ver como tres mujeres y 14 niños de sucomunidad habían perdido la vida en un ataque frontal a balazos. La camioneta se incendió luego de una fuerte explosión. Fue el final para nueve personas: Rhonita María Miller, Christina Marie Langford Johonson y DawnaRay Langford, así como seis de sus hijos menores de edad.

Este macabro evento sucedió el pasado 4 de noviembre del 2019 en inmediaciones de la comunidad de La Mora, municipio de Bavispe, en el extremo noreste del estado norteño de Sonora y muy cercano a sus límites con el de Chihuahua.

Las imágenes de la camioneta convertida en cenizas recorrieron los periódicos más populares de todas partes del mundo. El ataque a la comunidad mormona había mostrado el lado más podrido y cobarde del crimen organizado. En nuestro país, estamos acostumbraos a ver los “ajustes de cuentas” entre grupos delincuenciales, pero cuando hay un emboscada a mujeres y niños nos perturba.

Se cumplirán dos años de dicha masacre y ya están tras las rejas los principales responsables, la Fiscalía General de la República asegura que son 19, entre ellos Uriel Valle Domínguez, “El 18” -integrante y líder del Nuevo Cártel de Juárez- quien presuntamente ordenó el holocausto.

Un ingrediente le puso más sal a la herida, pues las víctimas tenían la nacionalidad norteamericana, por lo que el suceso fue discutido fuertemente en la casa blanca en Washington D.C.

El entonces presidente Donald Trump se horrorizó con la noticia por lo que estuvimos muy cerca de un evento que parecía impensable.

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Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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