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Opinión

La mentira de la perfección. Por Itali Heide

Itali Heide

No hay muchas cosas que den más miedo que ser vulnerable. Abrirse a la gente, permitirles que ocupen un lugar en tu corazón y compartir los detalles más intrincados de tu alma puede parecer a menudo un reto difícil de asumir.

Una vez derribados los primeros muros, se quita un peso de encima. Es como ver florecer una margarita después de un largo y frío invierno, mostrando por fin sus verdaderos colores al mundo.

Qué extraño se siente al despertarse a la mañana siguiente y darse cuenta de que has dejado tu corazón sobre la mesa para que lo acoja otra persona. En primer lugar, aparece el miedo. ¿Y si ahora me odian? ¿Y si he dicho demasiado? ¿Y si no he dicho lo suficiente?

Todos estos temores son válidos y vienen con el territorio de ser vulnerable, pero en todo caso, son una indicación de que hiciste algo bien: fuiste lo suficientemente valiente como para mostrarte íntimamente.

Habrá gente en el camino que no lo entienda. No pasa nada, porque hay muchas otras personas que acogerán las partes de ti que temes que se alejen. El tópico es cierto: nadie es perfecto. Quizá seas un mentiroso compulsivo. Tal vez hayas engañado en el pasado. Tal vez hayas herido a la gente con tu apatía. Puede ser que hayas dejado que tu ego se apodere de ti.

Independientemente de quién seas, de lo que hayas hecho o de lo que tengas que hacer, ya has dado el primer paso para sanar siendo sincero contigo mismo y con las personas que quieres.

La perfección está muy sobrevalorada. Se ha convertido en la norma, pero no existe en ninguna parte. Incluso los cactus se arrugan y mueren. Incluso las personas más honestas mentirán para salirse con la suya. Incluso el perro más cariñoso morderá la mano que le da de comer. Incluso el individuo más temeroso de Dios meterá la pata.

Entonces, ¿por qué seguimos exigiendo la perfección en un mundo que ha demostrado, una y otra vez, que no existe tal cosa? Es porque nos gusta creer que las cosas pueden ser sin culpa. Queremos una vida sin obstáculos, un amor sin límites, un trabajo sin preocupaciones y una existencia sin dolor. Esto simplemente no existe, y es hora de enfrentarse a la música: la perfección no es real, así que ni siquiera intentes alcanzarla. En su lugar, trata cada día como un nuevo reto para ser mejor.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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