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LA MITOMANÍA DE FRANCISCO MARTÍN MORENO Por Luis Villegas

Siguiendo con el análisis de este mitómano, lo más triste no es que escriba los despropósitos que escribe, lo más triste es que, en México, en términos generales, desconozcamos la historia patria y lo poco que se lea deba proceder de un sujeto que no solo no es historiador, sino que además en un mal novelista, un pésimo escritor y para colmo un sectario. Porque así es, Martín Moreno en su afán de hacer prosperar sus ideas incurre en todos los vicios que la atribuye a sus adversarios, entre otros, el fanatismo, la calumnia y las verdades a medias; lo que de entrada lo descalifica como historiador pues no se puede (no se debe) escribir historia desde el prejuicio.

Esa falta de objetividad lo lleva a inventarse un título para su obra y a inventarse un índice. ¿Ejemplos? Abundan. Examinemos unos pocos casos. En “Cien Mitos de la Historia de México” (I y II),[1] en el índice del tomo I, se leen, como supuestos mitos: “Madero nunca gobernó por los espíritus”, “Juárez vendió territorio nacional”, “los antiguos mexicanos no eran antropófagos”, “el Cinco de Mayo el clero estuvo con la patria”, o “Vasconcelos, el demócrata”; de estos, ¿el asunto de Francisco I. Madero es un mito? ¿Quién, por amor de Dios, lo ha sostenido en letra de molde?

 

Como ocurre con el supuesto mito de que “México se fundó donde un águila devoraba a una serpiente”, este es otro mito inexistente. En ningún momento, ningún historiador o glosador de la historia nacional ha sostenido que Madero nunca gobernó por los espíritus; y nadie lo ha hecho por la simple y sencilla razón de que las creencias espiritistas de don Pancho Madero son un asunto que se ha revelado de manera paulatina, como ocurrió con la vida privada de Miguel Hidalgo, que ha salido a la luz hasta hace muy poco.[2] El de Madero no puede ser un mito por la simple y sencilla razón de que ese aspecto de su biografía permaneció ignorado por décadas. Aunque ese silencio se puede ver como algo sospechoso, lo cierto es que considerado por sí mismo no nos dice nada; la falta de referencia a un hecho puede tener su origen en multitud de razones: El desconocimiento, la falta de archivos, la censura e incluso la cercanía temporal de los hechos a examinar (en el estudio de la historia cincuenta o cien años no son nada). Ejemplo de que la omisión en la expresión de un dato no tiene ningún significado lo tenemos en el propio don Martín (tililín, tililín), quien, no solo inventa mitos, sino que soslaya auténticas y decisivas influencias en la historia nacional desde el surgimiento de la República hasta nuestros días, como es la masonería.

 

En efecto, masones fueron Vicente Guerrero, Guadalupe Victoria, Benito Juárez, Valentín Gómez Farías, Antonio López de Santa Anna, Porfirio Díaz, Lázaro Cárdenas del Río e Ignacio Comonfort; pero sobre todo a, partir del inicio de la Revolución y hasta finales del siglo pasado, tenemos que fueron destacados miembros de la masonería: Venustiano Carranza, Eulalio Gutiérrez, Adolfo de la Huerta, Plutarco Elías Calles, Emilio Portes Gil, Pascual Ortíz Rubio, Abelardo Rodríguez, Lázaro Cárdenas del Río, Manuel Ávila Camacho, Miguel Alemán Valdés, Adolfo Ruíz Cortines, Adolfo López Mateos, Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría Álvarez, José López Portillo y Pacheco, Miguel de la Madrid Hurtado, Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo Ponce de León. Pese a ello, en la obra de Martín Moreno no existe una sola palabra a ese respecto; y eso que en múltiples apartados de su libro hace cuestionamientos muy duros al desempeño de algunos de estos mandatarios de quienes, mañosamente, omite la referencia expresa a ese vínculo insoslayable y más que probado. Me explico: A la Iglesia Católica, como tal, la hace culpable de todos los males habidos y por haber en la historia patria; en cambio, a la masonería, como institución universal, no le dedica ni siquiera un artículo o, peor aún, no se atreve a intentar un análisis de la misma relacionando hechos y nombres. Y lo que es más grave, a uno de sus mitos lo titula precisamente así: “Los masones eran el demonio”; y escribe: “Durante más de dos siglos la iglesia católica se ha dedicad a desprestigiar a los masones”. Dicho de otra manera, las acciones negativas de algunas personas, clérigos o no, deben forzosamente atribuirse a la iglesia; las actos deleznables de algunos masones tan destacados como los que acabamos de enlistar les son atribuibles a ellos en lo personal, ¿en qué quedamos? ¿Cuándo y bajo qué criterios, debemos imputarle a los hombres la responsabilidad personal de su actuar? ¿Y cuándo a la institución espiritual que los forma, los guía o de la que forman parte? Ese exceso y ese silencio cobarde lo vemos repetido una y otra vez. Escribe: “Que quede claro: aunque es cierto que algunos sacerdotes defendieron a los indígenas, la mayoría de ellos colaboraron con los conquistadores y se convirtieron en los explotadores de sus fieles”; la pregunta es obligada: ¿Por qué no puede ser al revés? ¿Por qué no puede ser que algunos sacerdotes colaboraran con los conquistadores y se convirtieran en explotadores de sus fieles y la mayoría de ellos defendieran a los indígenas? Martín desentierra supuestos nombres, cifras o datos y a través de densos párrafos intenta vincularlos a toda costa con la Iglesia Católica en sus aspectos negativos; en cambio, al hablar del panteón de nuestros héroes o de los gobernantes de los últimos tres cuartos del Siglo XX, y sus probados vínculos con la citada institución, su reflexión no cabe en un párrafo. Dicho de otro modo, de acuerdo a la lógica martinmoreniana, esa omisión de su parte solo puede explicarse como una omisión voluntaria y tendenciosa. Lo que es un absurdo porque así no se escribe la historia.

 

A uno de sus artículos lo nombra: “Los antiguos mexicanos no eran antropófagos”; el supuesto mito es que en algún momento, alguien, en el examen de la historia, afirmó que los antiguos moradores del territorio nacional no eran antropófagos. ¿Es así? ¿Quién ha sostenido ese supuesto “mito”? Para su desgracia, uno de los hombres que más aborrece, José Vasconcelos, escribió muchos años antes que él: “Los indios nunca habían tenido propiedad individual; […] No solo la posesión de la tierra era entre ellos precaria; la vida misma y la honra estaban a merced de un militarismo brutal, totalmente decaído en la pederastia y el canibalismo más descarados”.[3] Es decir, un intelectual, un ex-Secretario de Educación, un hombre con vínculos inconfesables con todo lo que Martín Moreno más aborrece (según su parecer), denunció la antropofagia de los antiguos habitantes del territorio nacional casi 60 años atrás. ¿Cuál mito entonces? Pero eso no es lo más delicado, lo más absurdo es que este pseudohistoriador se refiera a estos indígenas como “antiguos mexicanos” sin reparar en el hecho inocultable de que lo “mexicano” es una producto relativamente nuevo en la historia del mundo e involucra, por fuerza, al ingrediente español. Sin conocerlo, sin reparar en él, sabiamente José Vasconcelos lo refutó casi seis décadas antes: “Antes de la llegada de los españoles, México no existía como nación”.[4] Más desafortunado, si cabe, es el siguiente párrafo que escribe Martín Moreno en apoyo de su tesis: “Los apaches y los comanches celebraban dos tipos de festividades caníbales”; ¿Apaches? ¿Comanches? Sí, así como lo lee; sin duda, este es un adelanto del tercer tomo de su obra en donde despeje el mito: “Los apaches y los comanches no eran mexicanos”. Esa inexactitud, esa frivolidad, se aprecia de manera constante en toda su obra. Eso es lo que la hace ilegible e intragable.

 

Continuará…

Luis Villegas Montes.

luvimo6608@gmail.com, luvimo66_@hotmail.com

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Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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