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Opinión

La polémica. Por Raúl Saucedo

Debates culturales y cosas peores

La decisión del 6 de diciembre de la Segunda Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) de revocar la suspensión de las corridas de toros en la Plaza México ha reavivado el polarizado debate entre defensores de la tradición taurina y activistas por los derechos de los animales. La disputa se da en un contexto donde algunos estados mexicanos ya han prohibido estas prácticas, mientras que otros luchan por mantener vivo un rito arraigado.

La SCJN, al desestimar el amparo que buscaba la prohibición de las corridas, plantea interrogantes sobre la legitimidad de algunas organizaciones para obtener la suspensión, señalando que la protección del medio ambiente no representa un daño irreparable. Sin embargo, esta decisión ha desatado críticas, especialmente desde el ámbito animalista, argumentando que se trata de un retroceso en la defensa de los derechos de los animales.

Las corridas de toros son parte de una basta tradición cultural en México, pero ¿hasta qué punto la cultura y la tradición deben justificar prácticas que involucran el sufrimiento animal? La Ministra Yasmín Esquivel, promotora de la decisión, ha sido objeto de críticas por presuntamente anteponer sus gustos personales sobre la tauromaquia. Este señalamiento subraya la importancia de desligar las decisiones judiciales de preferencias individuales para garantizar un enfoque imparcial.

Por un lado, los defensores de las corridas argumentan que la prohibición no debería imponerse basándose en los gustos de una minoría y que la industria taurina genera empleos rurales, industriales y de servicio, no obstante, esta postura choca con la creciente conciencia social sobre el trato ético a los animales y la evolución de las leyes que buscan protegerlos.

México, con solo cuatro estados de los 32 prohíben las corridas de toros, refleja la diversidad de opiniones sobre esta práctica. La discusión sobre su prohibición debería ser un diálogo nacional que respete la diversidad. La sociedad debe decidir sobre esta práctica que ha sobrevivido a través de los siglos y el Congreso debería retomar la iniciativa para legislar sobre este tema.

En última instancia, más allá de las decisiones judiciales, la evolución de la sociedad y la conciencia colectiva determinarán el futuro de las corridas de toros en México. La historia juzgará si esta práctica se mantuvo como un vestigio cultural arraigado o si cedió ante una exigencia respeto para todas las formas de vida.

Abordar estos temas social y jurídicamente debería de poner en tela de escrutinio filosófico la violencia selectiva de la humanidad, donde podremos analizar a través de la historia y en la actualidad los escenarios donde la muerte, la sangre y el sadismo son bien vistos y en donde no, ahí quizá muchos se sorprenderían conforme a su manera de ver la tauromaquia.

Si usted apreciable lector llego hasta este punto de la columna sin tener un juicio previo de ella quiere decir que quizá usted no es un fanático de una bandera u otra dentro de este circo romano del siglo XXI.

Yo por mi parte me despido porque tengo una cita a un funeral el domingo 28 de enero en punto de las 4:30 pm, donde no se quien morirá a ciencia cierta, pero sé que habrá un festín de paellas, vino tinto y labios carmesí que combinaran con el ruedo, todo esto mientras un paso doble de fondo me recordara mi estancia en Granada y a la casa del abuelo…. y así con la libertad como mérito propio celebrare mi estancia terrenal un año más.

@Raul_Saucedo

rsaucedo@uach.mx

Opinión

KAFKIANO. Por Raúl Saucedo

ECOS DOMINICALES

En el laberinto de la política contemporánea, a menudo podríamos considerar  que nos encontramos deambulando por pasillos de las obras de Franz Kafka. Esa sensación de absurdo, opresión y burocracia incomprensible que caracterizan lo «Kafkiano» no es exclusiva de la ficción; es una realidad palpable en el día a día de millones de ciudadanos alrededor del mundo.

A nivel global, la política parece haberse transformado en un sistema gigantesco, deshumanizado y a menudo ilógico. Las decisiones se toman en esferas lejanas, por personajes que parecen habitar otro universo, mientras que las consecuencias recaen directamente sobre los ciudadanos de a pie. ¿Cuántas veces hemos visto acuerdos internacionales o normativas supranacionales que, a pesar de sus buenas intenciones, terminan generando más confusión y restricciones que soluciones? Es la burocracia global, un monstruo de muchas cabezas que opera bajo sus propias reglas, ajeno a las realidades individuales. Los ciudadanos se sienten como los personajes de Kafka, constantemente a la espera de un veredicto o una explicación que nunca llega, o que llega demasiado tarde y de forma incomprensible.

En América Latina, la esencia Kafkiana de la política se magnifica. La historia de la región está plagada de sistemas que parecen laberintos, donde los procesos se estancan por años, las acusaciones no tienen fundamento claro y la justicia parece un privilegio, no un derecho. La corrupción es otro elemento profundamente Kafkiano: actos inexplicables de desvío de recursos o favores políticos que operan en las sombras, imposibles de rastrear o de exigir responsabilidades. Los ciudadanos se enfrentan a un estado omnipresente pero ineficiente, que promete soluciones pero solo entrega más papeleo y trámites sin fin. Las promesas electorales se desvanecen en el aire como niebla, dejando un rastro de desilusión y cinismo. La sensación de desamparo es palpable, pues la maquinaria política y administrativa, en lugar de servir, parece diseñada para agobiar y confundir.

Existen países que para interactuar con dependencias gubernamentales puede ser una auténtica Odisea Kafkiana. Solicitar un permiso, registrar una propiedad o incluso tramitar una simple credencial puede convertirse en una misión imposible, llena de requisitos ambiguos, ventanillas equivocadas y funcionarios que ofrecen respuestas contradictorias. La burocracia, en muchos casos, no solo es lenta, sino que parece tener una lógica interna ajena a la razón, diseñada para agotar la paciencia del ciudadano. A esto se suma la impunidad, un fenómeno profundamente Kafkiano, donde crímenes y actos de corrupción permanecen sin castigo, generando una sensación de injusticia y resignación. Las narrativas oficiales a menudo carecen de la transparencia necesaria, dejando a la población en un estado de perpetua incertidumbre y desconfianza, buscando desesperadamente una explicación que nunca llega, o que es inaceptable.

En este panorama, la política se percibe como un ente ajeno, una fuerza opresiva que opera bajo un código indescifrable. Para muchos, participar activamente se siente como un esfuerzo en vano contra un sistema que parece inmune al cambio. La resignación es un peligro real, y la apatía se convierte en una respuesta lógica a la frustración persistente.

Sin embargo, como en las obras de Kafka, donde los protagonistas, a pesar de su desorientación, siguen buscando una salida o una explicación, nuestra sociedad no debe rendirse. Entender la naturaleza Kafkiana de nuestra política es el primer paso para exigir transparencia, simplificación y, sobre todo, una humanización de los sistemas que nos rigen. Solo así podremos, quizás, encontrar la puerta de salida de este interminable laberinto.

Esta reflexión viene de mensajes en grupos, cafés en mesas y observaciones del pasado domingo, donde lo kafkiano quizá no es la situación, si no nosotros mismos.

@Raul_Saucedo

rsaucedo@uach.mx

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