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Opinión

La risa cura. Por Itali Heide

Itali Heide

Cuando se trata de las pruebas y tribulaciones de la vida, hay muchas maneras de afrontarlas. Una de las mejores formas es simple pero efectiva: el humor. Reírnos de nuestros propios defectos, burlarnos de los errores que cometemos y aligerar las malas situaciones con una sonrisa puede ayudar a dar la cara a la realidad sin renunciar al buen humor.

En mi propia experiencia, no me di cuenta de lo mucho que utilizo el humor hasta que mi terapeuta me lo señaló. «Sueles hacer bromas sobre tus problemas», me dijo con una sonrisa. Me preocupaba que eso significara que estaba evitando mis problemas, pero todo lo contrario: significaba que era capaz de encontrar algo por lo que sonreír incluso cuando la vida me deprimía. Es cierto que algunos de los chistes son autodespectivos o se utilizan para enmascarar un trauma, pero aún así me hacen reír (¿y no es eso lo que todos necesitamos?)

Al encontrar humor en situaciones que normalmente nos hacen sentir mal, podemos dar un paso atrás y ver las cosas desde otra perspectiva. Reírse es como respirar profundamente y volver a poner los pies en la tierra. Puede que no tengamos el control de todo lo que nos rodea, pero en cierto modo, tenemos el control sobre cómo vemos los momentos que nos hacen crecer.

Cuando una situación parece ridículamente frustrante, podemos reírnos de lo ridículamente frustrante que es. En esos días en los que ya vas tarde, no encuentras las llaves, te topas con todos los semáforos en rojo y te quedas atascado detrás de un camión yendo extremadamente lento, puedes reírte de lo demente que es que el mundo parezca trabajar en tu contra para que tu retraso sea aún peor.

Aunque la muerte de un ser querido está lejos de ser chistoso, recordar los momentos de risa puede ayudar en el proceso de curación. Incluso reírse de la pérdida puede ayudar. La mayoría de la gente podría pensar que un funeral es el último lugar para hacer bromas, pero yo diría que es un gran lugar. Menos mal que el ser querido no está cerca porque habría odiado esas flores y nos habríamos reído de ello.

La depresión puede sacar a menudo lo peor de nosotros, pero afrontarla con humor puede hacer que los altibajos pesen menos en nuestro pecho. Vivimos en un mundo moderno, así que ¿por qué no abrazar los memes para reírnos de nosotros mismos cuando estamos en nuestro peor momento? La tristeza y la risa van de la mano, permitiéndonos momentos de felicidad incluso cuando las cosas no van como queremos.

También podemos encontrar consuelo en el humor de los demás. Los monólogos de comediantes, los programas de televisión repletos de chistes, los libros humorosos y los memes hilarantes suelen decir lo que hemos estado pensando. Relacionarse con el dolor por el que inevitablemente pasan los demás puede ayudarnos en nuestro propio viaje de curación, y no hay escasez de material chistoso por ahí para consumir. Personalmente, me encanta escuchar las penas de los comediantes, ver Saturday Night Live en repetición y compartir cada meme que me hace sentir un poco menos sola en este extraño mundo. Puede que no sea mucho, pero me ha aportado un gran consuelo en los momentos en los que me siento perdida.

Dicen que la risa es la mejor medicina, pero el humor no siempre es apropiado. El momento y el lugar son esenciales, así que piénsalo dos veces antes de soltar un chiste en un momento en el que haría más daño que bien. Sin embargo, utilizado de la manera adecuada, es una forma estupenda de decir la verdad, bajar la depresión y hacer frente a la realidad a menudo frustrante. Hacer reír al otro es una actividad humana universal que ha levantado el ánimo durante siglos, reduciendo el estrés, reforzando el sistema inmunológico y aliviando el dolor.

Lloramos, sonreímos, reímos, nos enfadamos, fruncimos el ceño, somos curiosos y extraños. El espectro de emociones que experimentamos es amplio y nos permite vivir plenamente una vida consciente. Somos tan intrínsecamente humanos que sería una pena renunciar a la risa como la forma más humana de enfrentarse a los muchos obstáculos que nos pone la vida. La próxima vez que la vida te deprima, considera encontrar la ridiculez dentro del dolor.

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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