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LAS MALAS DE LA TELENOVELA Por Víctor Quintana

Si no fuera tan dramático parecería reparto de papeles de una telenove. Desde hace varios sexenios las organizaciones de la sociedad civil, sobre todo las de mujeres y las derechohumanistas han sido las villanas favoritas del gobernador en turno de Chihuahua. Basta con  que denuncien los feminicidios o las múltiples violencias que aquejan a la entidad,  para que el Ejecutivo chihuahuense arremeta contra ellas acusándolas  de desprestigiar al Estado y de lucrar  con  su activismo.

El gobernador Duarte se había tardado, pero en unos cuantos días recuperó el atraso. La semana pasada, según lo reporta la Secretaría de Relaciones Exteriores el mandatario chihuahuense acudió a una audiencia a la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos en Washington. Ahí intentó refutar los datos sobre la violencia proporcionados por las organizaciones derechohumanistas chihuahuenses, y mostró los supuestos avances de su gobierno en materia de seguridad.

La Comisión Interamericana actuó con una precipitación inusitada: primero, recibió al gobernador fuera de su programa de audiencias -seguramente por insistencia de Felipe Calderón, aliado de Duarte en la estrategia de combate al crimen organizado. Y, sin siquiera dar el beneficio de la duda, ni mucho menos confrontar los datos con los proporcionados por las organizaciones de la sociedad civil, hizo un reconocimiento público de los avances del gobierno chihuahuense.

Varias organizaciones sociales de Juárez y de la capital del Estado, así como la Red Todos los Derechos Todos y el Observatorio Ciudadano del Feminicidio impugnaron la versión del gobernador la actitud de la CIDH. Sus datos son contundentes: Chihuahua tiene posiblemente la tasa de homicidios de mujeres más alta en el mundo, con 34.73 asesinatos por cada 100,000 mujeres,15 veces más alta que la tasa de homicidios de mujeres  a nivel mundial. Tan sólo de 2011 a la fecha se cuentan más de 400 desaparecidas en el estado. Presentan casos que comprueban que la tortura está lejos de desterrarse de la práctica de los cuerpos policíacos como el de Ciudad Juárez. Señalan que a pesar de las recomendaciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, los malos tratos a las mujeres y las omisiones siguen siendo práctica común en los servidores públicos que reciben la denuncia de violencia por parte de las víctimas. Observan certeramente que la  violencia contra las mujeres en esta entidad se ha incrementado por la falta de respuesta del Estado a las muy numerosas  recomendaciones y mandatos de organismos internacionales, incluyendo la decisión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en su sentencia sobre el «CampoAlgodonero» y  por   el contexto de violencia armada.

El gobernador respondió de inmediato en el mismo tono de sus antecesores: en un acto público de entrega de fondos a organizaciones de la sociedad civil –  a las bien portaditas- arremetió contra quienes desde este tipo de organizaciones: «.buscan establecer intereses meramente electorales.quienes buscan enmascararse en movimientos de esa naturaleza para acceder al poder.» Fustigó a quienes «. se encubren en la organización de la sociedad para alimentar intereses partidistas o particulares, que van en detrimento de la función de las organizaciones legítimas
Lejos de invitar a confrontar los datos sobre la violencia; de promover un debate sobre un asunto del más alto interés público como es éste; el gobernador descalifica a quienes, ya no digamos piensan diferente a él,  sino manejan datos que contradicen su visión oficial del problema. La única crítica posible es la autocrítica.si es que alguna vez se da.
Por otra parte, Duarte le entra de lleno a la lucha de clasificaciones en la que se enfrascó con singular denuedo su antecesor Patricio Martínez. Para él las  organizaciones de la sociedad civil buenas son aquellas que suplen lo que el Estado no quiere hacer: atender a los adultos mayores, tratar a los adictos, cuidar a los enfermos de VIH, o a los huérfanos.  Es decir, las que se quedan en el ámbito de lo privado; las que no cuestionan sino atienden a los damnificados de la política del gobierno. Las organizaciones de la sociedad civil malas son las que irrumpen en el ámbito de lo público, las que hablan de derechos y los defienden, las que cuestionan o proponen políticas, las que, ante la ineficacia de las instancias gubernamentales locales o nacionales desafían el monopolio de  la diplomacia a los políticos y la retoman como ciudadanas y ciudadanos.  Si acuden a la Comisión o a la Corte Interamericana de los Derechos Humanos o a la Oficina del Alto Comisionado de la ONU es porque sus recursos, sus gestiones, ante los diferentes órdenes del gobierno han resultado infructuosas y frustrantes.
En síntesis, las organizaciones de la sociedad civil sólo calladitas y restringidas al ámbito de lo privado, se ven bonitas. Porque si incursionan en lo público -monopolio de la clase política- serán severamente acusadas de perseguir lucro económico o político.
Así trazadas las cosas, así definidos los adversarios desde el discurso del poder, la lucha para el gobierno  no es contra los verdaderos autores de la violencia; sino contra quienes denuncian que ésta, a pesar de todo, sigue tragándose las vidas de  los y las chihuahuenses.
Si no fuera porque la tozuda realidad se vuelve a imponer: contradiciendo las cuentas alegres del mandatario estatal, y de las columnas políticas en nómina,  la misma noche que se fustiga a las organizaciones de la sociedad civil, son acribilladas dos maestras en la ciudad de Chihuahua y en los días siguientes hay masacres en Temósachi, y muchos asesinatos más en la capital del Estado, en la zona Centro Sur, etc. etc. etc. El acontecer se vuelve a imponer al aparentar.

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Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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