Por: Enrique Corte
Nadie lo creía posible hasta que ocurrió: Donald Trump será presidente, y así un millonario y estrella de reality show abiertamente racista, misógino, belicista, ignorante y fraudulento encabezará a la nación más poderosa del mundo, en un ejemplo histórico de cómo una elección local tiene repercusiones globales.
Atrás quedaron las manadas de analistas que garantizaban el triunfo de Hillary Clinton en opiniones que expresaban más deseos que realidades, y quedó demostrado que lo malo no basta para contener lo peor, pues si bien entre Trump y Clinton hay una diferencia de discurso más que de prácticas, entre sus seguidores sí que hay grandes contrastes.
Hillary representaba a un sistema que se decía amigo de los latinos y les hablaba en español al mismo tiempo que los deportaba por millones, que había llevado a un negro al poder mientras otros son discriminados y masacrados un día sí y otro también, que decía estar del lado de los pobres mientras los abandonaba, que le apostaba a un feminismo cosmético y simulado, que recibía el premio Nobel de la Paz mientras lanzaba bombas.
Donald, en cambio, supo jugar al antipolítico y ser la voz de millones de norteamericanos blancos que no soportan ver tambalearse su hegemonía, que aceptan a los migrantes limpiando sus patios, pero jamás como a sus iguales. Trump supo explotar el miedo y el odio de la gente, pero su mayor mérito es quizá que se atrevió a cuestionar al sistema, de una manera oportunista, falsa y burda, pero al menos se atrevió a gritar que las cosas no estaban bien, mientras la Casa Blanca se empeñaba en asegurar que todo va de maravilla.
Si bien Hillary y los demócratas se envolvieron en la bandera de la inclusión, lo cierto es que nunca dejaron de ser élites de blancos tratando como menores de edad y lucrando políticamente con las minorías. El rechazo a Trump no fue suficiente para apoyar a Clinton, se equivocaron al poner a una representante de los intereses corporativos y políticos más feroces, y al dejar de lado a Bernie Sanders que era una alternativa real al trumpismo. Los resultados ahí están.
¿Qué sigue para México?
Ahora Donald Trump tendrá que ser realista. No existe un país que haya cambiado radicalmente la forma en que se gobierna de un día para otro, salvo que padezca una revolución armada. En Estados Unidos el presidente debe someterse a los poderes fácticos de las trasnacionales, grandes bancos, empresas extractivas, intereses mediáticos, entre otros, y a un complejo sistema de contrapesos creado específicamente para gobernantes como el que va llegando.
La postura antimexicana, antimusulmana y en general xenófoba de Trump lo llevaron primero a las boletas y ahora a la presidencia, pero tanto Trump como sus próximos gobernados deben comprender que los discursos son discursos, no programas de gobierno. Se trata de estrategias electorales con un fin que ya fue agotado: llegar al poder. Ahora tendrá que enfrentarse a la realidad sí o sí, y ahí se verá que sus propuestas escandalosas como expulsar a todos los inmigrantes, gravar astronómicamente las importaciones o multar a los estadounidenses que invierten en el extranjero, sencillamente son propuestas que no podrá cumplir.
En el caso de la seguridad, otro eje prioritario en la relación México-EU, tampoco suena viable ni mínimamente útil la construcción de un enorme muro de 800 kilómetros de largo que puede ser fácilmente evadido con remedios tan simples como una escalera o un túnel, y habrá que ver de dónde sale el dinero para triplicar el número de agentes de la Patrulla Fronteriza o la estrategia para destruir al Estado Islámico en 24 horas. En el terreno económico, la cancelación del Tratado de Libre Comercio se ve más como una ocurrencia, aunque preocupa la devaluación del peso y la caída en las bolsas.
¿Y qué nos toca hacer?
La Presidencia de México cometió, como se ha dicho hasta el cansancio, un error garrafal al invitar por ocurrencia al entonces candidato Donald Trump, aunque también vale reconocer que a raíz de ese encuentro el magnate ha moderado su discurso hacia los mexicanos y se ha referido en términos cordiales y positivos hacia nuestros gobernantes.
Recordemos que actualmente a los mexicanos no les va tan bien que digamos “del otro lado”. Obama es el presidente que más mexicanos ha deportado en la historia, pues son casi tres millones los que han sido expulsados del país, aunque se estima que aún viven allá más de once millones, la enorme mayoría de ellos connacionales. La situación económica del país va a la deriva y el racismo no es nada nuevo.
Lo que realmente preocupa de Donald Trump, más que su racismo y odio, es la posible ineptitud que pueda marcar a su gobierno. Estados Unidos y México son países estrechamente ligados en todos los sentidos, y si esta relación se lastima salimos perdiendo todos. Si alguno de los dos países resiente pobreza, inseguridad u otros problemas, repercutirá en ambos lados de la frontera.
No nos queda más que organizarnos, ya no en torno a nuestro gobierno, sino como sociedad civil, para planear qué hacer con los deportados que llegarán probablemente en cantidades más elevadas, con la caída del peso y la afectación a la economía, con los riesgos a la seguridad local y nacional. Nosotros, los chihuahuenses y fronterizos en general, debemos estar aún más alerta para mitigar las posibles afectaciones del trumpato, e incluso aprovechar las oportunidades que puedan surgir con el cambio de gobierno. No nos queda de otra, o nos ponemos listos o nos lleva el Diablo.