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Los niños y los maestros de San Isidro por Victor Orozco

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OS NIÑOS Y LOS MAESTROS DE SAN ISIDRO

 

Víctor Orozco

 

El congreso del estado de Chihuahua impuso a Pascual Orozco, antes San Isidro, en el municipio de Guerrero, el título de pueblo heroico. La historia de esta pequeña comunidad es larga y densa. Enclavada en la zona que en su tiempo Fernando Jordán, -el periodista-historiador cuyos textos corrieron con tanta fortuna- llamó “Longitud de Guerra”, fue una pacífica población de labradores, arrieros, vaqueros y después de campesinos, agricultores medios y maestros. Curiosamente muchos maestros, desparramados en la geografía estatal.  Al mismo tiempo, durante la segunda mitad de la centuria XIX e inicios de la XX, una porción considerable de sus habitantes, principalmente jóvenes varones, se involucró en las gestas revolucionarias de la nación. El acontecimiento de mayor notoriedad fue el alzamiento armado que protagonizó el 19 de noviembre de 1910 un grupo de sus pobladores, transformado en el núcleo del ejército popular triunfante sobre la dictadura del general Porfirio Díaz seis meses después con la caída de Ciudad Juárez. La osadía inicial y la participación en la interminable contienda siguiente,  costaron al minúsculo pueblo un cuantioso derramamiento de sangre joven, que muy tarde o nunca pudo reponer.

Los rebeldes de 1910, eran niños rondando los diez en 1892, año en que el presidente seccional Ignacio Orozco envió la lista de inscritos en la escuela municipal a la presidencia de Guerrero, acompañada por la de asistencia correspondiente al mes de enero, entregada por el profesor José Acosta. En total eran cuarenta y un alumnos, capaces de copiar largos poemas o prosas y escribir “composiciones” sobre la naturaleza o la patria, con trazos de letras parecidas a dibujos, por lo bello de la caligrafía, según se advierte por otros pliegos anexos. Diestros en las operaciones aritméticas, alguno aprendía a sumar contando, tan rápido como una moderna calculadora. Cómo sucede con todos los documentos del pasado, entre más se les pregunta, más nos dicen. En una primera ojeada a los nombres, destaco la presencia de once infantes: Flavio Hermosillo, Pascual Orozco, Antonio Frías, Alvino Frías, Marcelo Carabeo, José Carabeo (sic), Ramón Aragón, Luis Solís, Pablo Rodríguez, José María Peña y Eduardo Hermosillo. ¿Cuál es la particularidad?: Todos ellos figuran entre los insurrectos de 1910, según informes de distintos historiadores. Es decir, arriba de la cuarta parte de esta generación de la escuela municipal para varones de San Isidro se involucró en la revolución desde su comienzo. Vale examinar esta notable señal.

¿Qué influencias recibieron estos niños y jóvenes para alimentar ideas y aspiraciones libertarias?. Una primera, me parece, fue la formación propiciada por los maestros. De los triunfos liberales había emergido una oleada de educadores imbuidos por idearios nacionalistas o patrióticos. Al culto a la patria se agregaba el repudio a las viejas ataduras dogmáticas. Un ejemplo de esta actitud en los preceptores se encuentra en la carta dirigida por el profesor José María Vázquez desde la población de Cruces, Namiquipa al jefe político de Guerrero, pidiendo sinodales para sus alumnos. Decía el maestro: “…tengo que entregar mi juventud por medio de un examen formalmente presentado…por personas que no conocen ni por principios los ramos de la educación, por consiguiente ni debo ni puedo poner a mis alumnos a disposición de estos señores que hacen consistir la más lúcida educación en aprender de memoria el catecismo de Ripalda y otras leyendas que en mi establecimiento ni se conocen, pues mi juventud ha estudiado Gramática por Herrera y Quiroz, Aritmética por Emilio Toro, Geografía por el sistema Cornell y GeometríaPor consiguiente al aceptar estas réplicas quedarían mis trabajos en nada…las personas que desearía fueran los réplicas de mi juventud son los dignos CC Mariano Irigoyen y Juan Armijo”. Es poco probable que Vázquez fuera una rara avis  entre los preceptores, por tanto es de colegirse que de similar manera pensaban los de pueblos cercanos a la cabecera. Estos niños de San Isidro luego continuarían su educación con el profesor Mariano Irigoyen en ciudad Guerrero, veterano profesor e intelectual juarista, quien inyectó en sus discípulos un incondicional amor a la patria y les impartió rudimentos de artes militares: ejercicios, disciplina, clases de armas. Unos años después, cuando eran jóvenes, se instaló en el pueblo otra maestra, Julia Franco. Seguidora de los pasos de Irigoyen, permaneció en el servicio durante más de medio siglo. Enseñó donde pudo, aún en los tiempos de mayor violencia por las guerras civiles. Fue ella quien se empeñó en mandar a cuantos jóvenes pudo a las flamantes escuelas normales rurales, de Salaices y Flores Magón, para formar más maestros.

 

Otro factor de relevancia fueron las tradiciones familiares y colectivas. Si nos remontamos hasta los tiempos de las guerras de reforma y contra la intervención francesa, podemos ver a los padres o abuelos de estos niños integrados en los cuerpos de guardias nacionales combatiendo al ejército profesional que dio el cuartelazo de Tacubaya y contra el ejército francés. Varios de ellos participaron entre 1858 y 1860 en las batallas de Durango, Mazatlán, Tepic, Guadalajara, el Bajío, Silao, Calpulalpam y entraron victoriosos en la ciudad de México en enero de 1861. Luego, combatieron a los imperialistas en los estados de Chihuahua y Coahuila. Los niños escuchaban los relatos de estas hazañas una y otra vez o las releyeron en las cartas familiares o documentos traídos desde puntos lejanos como la ciudad de México. En 1872, veinte años antes de la lista comentada, falleció en la ciudad de Chihuahua su paisano Ignacio Orozco, coronel republicano y personaje del liberalismo que ocupó el escenario militar y político de la región desde los años cincuentas. Su herencia ideológica perduró en las nuevas generaciones.  También influyó la práctica ancestral de “militar” campañas contra los apaches llevadas a cabo hasta apenas una década previa.

Desde luego no todos los niños en edad escolar asistían al salón de clases. Por esa razón las autoridades municipales multaban a los padres omisos en llevar a sus hijos a la escuela. Diez y ocho años mas tarde, en la flor de la juventud, combatirían y morirían juntos, quienes habían pasado por las aulas y a quienes el prematuro trabajo para ganarse la vida los había alejado de ellas. Entre éstos, probablemente se encontraban los cuatro hermanos González: Fidel, Antonio, José y Joaquín, quienes formaban la filarmónica del pueblo. Los tres últimos cayeron en diciembre de 1910 en las batallas de Cerro Prieto y el Chopeque. En una foto tomada poco antes del estallido revolucionario se les mira orgullosos con sus instrumentos: flauta, clarinete, trompeta, violín y guitarra. Los lugareños contaban muchas décadas después que desde entonces San Isidro no tenía “música”. (Para referirse a un grupo de instrumentistas).

Marcelo Caraveo, quien de esta generación del 92, fue el único que escribió sus memorias, dice que “Nos inspiraba la rebelión de los tomochitecos, pues si ellos habían podido luchar bizarramente contra la Federación, nosotros también”. Por coincidencia, la lista de alumnos comentada, se confeccionó justo en el año de la rebelión de Tomóchic, pueblo del mismo municipio de Guerrero. Demasiado temprana para triunfar, fue un prolegómeno del estallido en San Isidro. Ambos estuvieron unidos por los anhelos democráticos y liquidadores de privilegios.

Por supuesto, el levantamiento de San Isidro no fue el único en 1910. El 25 de diciembre de ese año, el gobernador Miguel Ahumada veía con preocupación al grupo comandado por Toribio Ortega en la región de Ojinaga, pero, comunicaba al presidente Porfirio Díaz, que“…era mucho menos peligroso que el del distrito de Guerrero…porque los de Ojinaga no eran gente de prestigio, de conocimientos ni de experiencia, mientras que desgraciadamente no se podía decir lo mismo del grupo de Guerrero…el cual era muy obcecado”.  Como fuere, el hecho es que Chihuahua se había insurreccionado, poniendo en claro una realidad: nunca la oligarquía representada en los intereses del grupo Terrazas-Creel pudo imponer su pleno dominio en la sociedad. La manida frase atribuida al general Luis Terrazas: “No soy de Chihuahua, Chihuahua es mío”, si la pronunció, no pasó de ser una balandronada. Para probarlo, estaban estos maestros rebeldes y dignos, estos alumnos avispados que asimilaron sus enseñanzas traduciéndolas en acciones.

San Isidro finalmente recuperó sus tierras, entre los primeros pueblos del país. En 1919 se emitió la resolución presidencial que las entregaba y en 1921 se ejecutó. En el acto solemne de posesión, muy formales, estaban los niños de la escuela con su maestra, atestiguando y aprendiendo. Algunos de los asistentes a la misma tres décadas antes también pudieron estar allí, varios eran curtidos combatientes que apenas estaban restañando heridas. Era la ronda de las generaciones, en la cual se combinaban las aulas con las luchas sociales. …

(Síntesis de la conferencia dictada en la escuela primaria de Pascual Orozco, con motivo de la sesión del H. Congreso del Estado del estado de Chihuahua celebrada en este pueblo el día 6 de septiembre de 2013)


VÍCTOR OROZCO

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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