Entre los seres humanos, las diferencias siempre importan, al grado que generan movimientos, procesos, luchas, cambios. La historia de la humanidad es la historia de las desigualdades entre sus integrantes, la historia de los contrastes y los esfuerzos que no pocos hacen para que estos sean menos, pero también de los esfuerzos que otros tantos hacen para que las diferencias sean mayores. Cada quien con su misión, y entre misiones deviene la historia, la nuestra, la de todos, aquí y allá.
Las sociedades, las corporaciones, las organizaciones son grupos, y este sentido son excluyentes, inevitablemente, ya que si no excluyeran, pues no serían grupos. Los grupos sociales, por definición, se cierran y marginan –adentro van unos (los iguales) y afuera quedan otros (los desiguales); la clasificación incluye y excluye, así debe ser.
Los iguales (privilegiados) necesitan de los desiguales (marginados) para justificarse como grupo, como clase. Los iguales son los privilegiados, cuyo privilegio mayor es haber sido incluidos en el grupo, en la clase. Los marginados, sin haberlo siquiera pretendido, están fuera de la liga, y eso es lo que les hace comunes; no son ni parecidos a los de la clase, esto es, los iguales.
Esta sociedad, la nuestra, la contemporánea, la posmoderna –como le llaman los de un grupo que quiere marcar diferencias con otros-, es de desigualdades entre los individuos que la conforman, como de desigualdades lo han sido las demás sociedades en nuestro proceso histórico. Las desigualdades nos motivan, nos retan, nos inspiran; queremos tener como otros, conocer como otros, ser como otros. Pero, también, las desigualdades pueden llegar a ofender, a indignar, a odiar. Como sea, las desigualdades mueven la historia.
Hay gente de primera y hay gente de segunda, y la hay dentro y fuera tanto de casuchas como de palacios; y hay gente que se acomoda y gente que se incomoda ante esta diferencia, unos dentro del privilegio y otros fuera de él. Estar dentro o fuera del grupo hace la diferencia; la diferencia nos hace estar dentro o fuera del grupo. Así funciona esto.
Los parias nacen con la actitud de desprecio de los privilegiados, no con la aparición del grupo o la clase de los privilegiados. El paria es producto de una moral, no del agrupamiento en sí que excluye tanto como incluye. Los parias son producto de la denostación, de la discriminación y el desdén brindado por los de la clase.
No es lo mismo quedar excluidos del grupo y contar con la posibilidad de ingresar en él, que ser condenado a permanecer allí; en lo primero hallamos marginación superable y retadora, mientras que en lo segundo encontramos el rechazo, el repudio que da origen a los parias. Esta es la negación del otro, del desigual, como potencial igual.
Los parias son fruto del repudio, del odio, de la intolerancia radical, desde la cual toda posibilidad de igualarse es aniquilada. Nuestra sociedad no será mejor tanto en el sentido utópico de acabar con las exclusiones y desigualdades; más bien mejorará en el sentido de avanzar hacia oportunidades para todos los marginados de ser incluidos en la clase de los privilegiados. Esta es una cuestión moral, de respeto al otro y a su derecho a ingresar a la clase según sus méritos, en una incesante dinámica donde unos entran y otros salen; definitivamente, es cuestión de honor.
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