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Marko Cortés, presidente nacional del PAN, dio positivo a COVID-19

Marko Cortés, presidente del Partido Acción Nacional (PAN), fue diagnosticado con COVID-19 este viernes 30 de julio tras realizarse una prueba PCR. De tal modo que se mantendrá en aislamiento durante 14 días tal y como lo recomiendan las autoridades sanitarias para evitar que contagie a más personas con esta enfermedad.

Esta información fue confirmada por el propio Cortés Mendoza, quien en su cuenta oficial de Twitter explicó que se aplicó la prueba tras manifestar una sintomatología ligera de SARS-CoV-2.

“Amigas y amigos, ayer por la tarde comencé a sentir algunas molestias en la garganta, me realicé la prueba de PCR y el resultado esta vez fue positivo. Me encuentro aislado, me siento bien, bajo supervisión médica y realizando mis actividades desde casa. Síganse cuidando mucho”, publicó en redes sociales.

El exsenador no ha confirmado en dónde se contagió, pero cabe recordar que durante los últimos días ha estado en contacto con múltiples personas al promover su agenda política. Esto porque se reunió con miembros de su partido en funciones y que están próximos a tomar protesta como funcionarios públicos.

El martes 27 de julio se reunió con Santiago Creel, diputado electo por el PAN, y con Francisco García Cabeza de Vaca, gobernador de Tamaulipas señalado de estar vinculado con la delincuencia organizada.

“En Tamaulipas, con Francisco García Cabeza de Vaca, vamos juntos y con todo para cuidar lo avanzado en seguridad, energías limpias, atracción de inversión y generación de empleo. En el PAN seguiremos unidos y fuertes por un México mejor, demostrando que sí hay de otra forma de gobernar”, escribió el líder partidario en su cuenta de Twitter, donde también agregó una fotografía para conmemorar el encuentro.

Posteriormente, el jueves 29, acudió a la reunión plenaria del PAN, donde las y los diputados electos se reunieron para que su líder les indicara cómo quedará el liderazgo del blanquiazul al interior de la Cámara de Diputados.

En el evento se informó que el líder del partido en San Lázaro será Jorge Romero Herrera y que la propuesta para la mesa directiva del Congreso es Santiago Creel.

Por su cuenta, Santiago Creel posteó en redes sociales que en el evento, además de estar acompañado por Marko Cortés, estuvo presente el escritor Héctor Aguilar Camín, director de la revista Nexos, algo que pudiera incrementar la cadena de contagio en caso de que Cortés Mendoza hubiera estado incubando el virus desde ese momento.

“En compañía del presidente de mi partido Marko Cortés, es un gusto saludar y estar atento para escuchar a mi amigo Héctor Aguilar Camín en la Reunión Plenaria del Partido Acción Nacional de cara a la próxima legislatura federal”, escribió en su cuenta oficial de Twitter.

Opinión

La Trampa de la Soberanía. Por: Fernando Campos Cardosa

La palabra “soberanía” siempre ha tenido una connotación casi sagrada en la política de nuestro país. Invocarla suele ser suficiente para cerrar debates, bloquear el disenso y encender el fervor de quienes creen, honestamente, que un ejercicio genuino de soberanía nacional implica la defensa de todo aquello que nos define como nación libre e independiente. Sin embargo, lo que estamos presenciando hoy trasciende la mera consigna patriótica y revela un mecanismo más profundo, en nombre de “fortalecer la soberanía”: el gobierno está impulsando una serie de reformas que, lejos de hacer más sólido al Estado y a sus instituciones, están generando un poder desmesurado en la figura presidencial.

Regresemos unos meses en el pasado. El discurso oficial, replicado indiscriminadamente por los fieles seguidores,insistía en que se requería una reforma judicial para, supuestamente, erradicar los vicios históricos de nuestro sistema de justicia y ponerlo en sintonía con el pueblo. Suena bien en el papel, pero la práctica nos muestra que dicha reforma nunca respondió a un diagnóstico amplio ni a un proceso de debate incluyente. Por el contrario, parece apuntar a la conformación de un poder judicial dócil y moldeable a los intereses del Ejecutivo, uno que no sea un contrapeso sino un respaldo incondicional a sus decisiones.

Algo parecido ocurrió con la eliminación de organismos autónomos, esos entes creados para vigilar con lupa la actuación del gobierno, preservar la transparencia y defender los derechos de la ciudadanía. En su momento, la gentecelebró la creación de estas instituciones como un hito democrático, un esfuerzo por asegurarnos de que, sin importar el partido en el poder, habría un órgano independiente con la capacidad de investigar, documentar y, en caso necesario, sancionar. Hoy, se argumenta que éstos no hacían sino entorpecer el “proyecto de transformación” al estar plagados de intereses ajenos y por ello debían ser eliminados. El resultado: en nombre de la soberanía y de la supuesta “eficiencia administrativa”, ya se ha comenzado a desmantelar esas barreras que alguna vez se erigieron contra los abusos del poder y que nos dejan indefensos ante, por ejemplo, genuinas intenciones de obtención de información que antaño nos permitieron encontrar corruptelas y que hoy piensan esconder tras la subjetividad de la validez.

Pero eso no es todo. Pues el pasado 11 de marzo se aprobó una reforma en materia de “Soberanía Nacional” a los artículos 19 y 40 constitucionales bajo el pretexto de “defender la independencia y la integridad del país”. Sobre el papel, suena como un acto patriótico: ¿quién estaría en contra de proteger la soberanía de una nación? Sin embargo, en la práctica, esta nueva normativa corre el riesgo de convertirse en un arma política para etiquetar como intervencionismo cualquier crítica que provenga del exterior (o hasta de voces internas que supuestamente sirvan a intereses foráneos) y facilitar así la persecución de opositores. Pareciera un escudo para mantener a raya amenazas imaginarias, pero termina siendo un golpe silencioso contra los contrapesos democráticos y los principios de cooperación internacional que nuestro país cultivó por años.

Resulta preocupante entonces, que bajo el paraguas retórico de “proteger la soberanía”, se concentre cada vez más poder en el Ejecutivo, disminuyendo la independencia de instituciones y organismos que, en una democracia sana, deberían mantenerse ajenos a la conveniencia política. Ese es, en esencia, el problema, cuando la soberanía se emplea como cortina de humo, se puede tachar de traidor a cualquiera que se oponga o cuestione, y en ese escenario, la obediencia reemplaza al verdadero debate, aniquilando la pluralidad que tanto esfuerzo nos costó instaurar.

Pero el problema no es la defensa de la soberanía en sí misma. Nadie discute que sea vital defender y fortalecer los elementos que nos hacen un país independiente y con instituciones sólidas. El auténtico inconveniente está en el uso arbitrario de la palabra para legitimar cambios que, en los hechos, corroen la pluralidad democrática y nos devuelven a un sistema parecido al del partido único. Ese que conocimos durante décadas y que, gracias a la intensa labor de generaciones, habíamos logrado sacudir de nuestro escenario político.

Y la oposición (salvo honrosos perfiles) ha caído redondita en la trampa. Quizás por temor a ser señalada como antipatriota, o quizás porque al final, su cálculo político le dicte que no vale la pena enfrentarse a una narrativa que apela a la emotividad de buena parte de la población. Al final, nadie quiere quedar en el registro histórico como alguien que votó “en contra de la soberanía”. Sin embargo, si se permite que el gobierno concentre un poder sin precedentes, esa acumulación terminará tarde o temprano por explotar en contra de quienes hoy se consideran voces disidentes.

Es urgente que el debate político se libere del blindaje discursivo de la palabra “soberanía” para pasar a la discusión seria sobre cómo se garantizan los contrapesos y la participación de la sociedad civil. De lo contrario, seguiremos viendo cómo se aprueban reformas que, con la bandera de la independencia nacional, promueven la centralización del poder en una sola figura y desdibujan la capacidad de las instituciones para funcionar como garantes de la democracia.

Entonces, la trampa de la soberanía es esa: se nos ofrece como carnada la liberación patriótica, pero detrás, se esconde un anzuelo de sumisión a un poder que no admite disidencia. Un poder, además, fortalecido por el silencio o la complacencia de quienes deberían alzar la voz y plantear una oposición con argumentos. Sin duda, es momento de mirar con lupa estas reformas y exigir que se detenga esta vorágine que, en nombre de un ideal que pocos se atreven a cuestionar, ha comenzado a desmantelar a plumazos los avances democráticos que tanto nos costaron conseguir. Ceder a la trampa de la soberanía es ignorar que, paradójicamente, su uso indiscriminado puede convertirse en la mezcla para la construcción de un nuevo autoritarismo.

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