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Opinión

Más que una calificación. Por Itali Heide

Los niños y las niñas no son máquinas. Parece una obviedad, pero demasiadas veces se les trata como tales. La escuela es uno de los mayores culpables de esto, ya que muchas se centran en crear robots para continuar con el insostenible idealismo capitalista que persigue la existencia humana, en lugar de proporcionar espacios seguros para que los niños muestren y sigan su curiosidad natural, construyan relaciones y aprendan a su ritmo.

No lo niego: la educación es algo increíble, y puede significar un mundo de diferencia que un niño tenga acceso a una educación de calidad que mejore su vida. Sin embargo, en muchos casos, la escuela puede ser una pesadilla emocional para quienes no caben en las cajitas creadas por la sociedad, donde las calificaciones muestran su inteligencia, la creatividad queda en segundo plano (o en ninguno), y los niños son orientados a sufrir con tal de educarse. ¿Quién dijo que se debe sufrir para aprender?

Hablando por mí, tengo una madre a la que nunca le han importado las calificaciones, y qué suerte la mía, porque no fui hecha para los exámenes. Durante la primaria, secundaria y prepa, me encontraba reprobando clase tras clase por un sistema que se guiaba por la memorización y los exámenes. Fui de esas que no podía poner atención, leía su libro a escondidas debajo del pupitre y lloraba a la hora de tener que escribir respuestas a preguntas que no entendía. Los exámenes y las materias que no me interesaban mataron mis ganas de aprender, y no fue hasta la universidad que me di cuenta que jamás había sido tonta, solamente no cabía en ese sistema que medía mi inteligencia por el número de reactivos que contestaba bien.

La fijación extrema en los exámenes es un error del sistema educativo. ¿Cuántos niños inteligentes, curiosos y apasionados serán aplastados bajo su presión? No ha hecho más que promover una cultura de estudiantes que memorizan, aprueban, olvidan, y pasan al siguiente. Muchas personas argumentan que los exámenes permiten al sistema escolar y a los maestros controlar el progreso de los alumnos y el dominio de los temas, sin embargo, solamente se ha creado una costumbre donde los estudiantes ven a la educación como una serie de objetivos sucesivos que deben cumplirse para graduarse, en lugar de apreciar la increíble habilidad y oportunidad de aprender sobre temas nuevos mientras comparten y crean sus propias conclusiones.

La pasión por aprender ha quedado en el pasado, y es hora de rectificar. Qué diferencia haría tener maestros apasionados y abiertos a escuchar, materias variadas que ayudan a los niños a descubrir sus intereses y pasiones, fomentar los proyectos creativos y dar lugar a la curiosidad natural, sin forzarla. Existen escuelas que hacen esto, sí, pero debería de ser así en todas. En México, de por sí el acceso a la educación es pésima, y ni entraremos a los temas de financiación, mala gestión y un gobierno que gastará e invertirá en cualquier tontería autocomplaciente menos en el futuro del país.

No digo que deban prohibirse totalmente, pero a estas alturas de nuestro conocimiento, no podemos quedarnos quietos y fingir que no nos equivocamos al presionar a los niños para que pongan tanta energía en la memorización de hechos que no les ayudarán a descubrir quiénes son y a dónde quieren llegar. Los niños no son jarras que hay que llenar de datos innecesarios, no son esclavos de la realidad actual sino guardianes y creadores del cambio que la tierra pide a gritos. Son seres humanos con diferentes necesidades, intereses y una infinidad de pensamientos que nunca serán explorados si no se lo permitimos.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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