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Opinión

Matar a un periodista. Por Caleb Ordoñez Talavera

El periodista Caleb Ordoñez asegura que México es un país donde ciertas profesiones sufren una amenaza persistente, por el simple hecho de hacer su trabajo; es el país más peligroso para uno de los oficios más apasionantes: el periodismo.

Caleb Ordóñez T.

Caleb Ordóñez Talavera

El ¨chato” no sabe exactamente lo que está sucediendo –es un perro que alguna vez fue rescatado- , solo espera pacientemente que la puerta de su hogar sea abierta de nuevo al llegar su dueña, algo que nunca sucederá.

Las patrullas y los servicios forenses acordonan la pequeña casa de la periodista Lourdes Maldonado, quien de acuerdo con los primeros informes, viajaba en su vehículo cuandofue objeto de un ataque armado y fue asesinada.

La espera del “chato” terminó siendo infinita; se le unieron un par de gatos que Lourdes también había adoptado. Unasniñas, vecinas de la periodista, llevaron comida a los animales y buscaron darles un poco de consuelo.

La asoladora imagen del fiel guardián de Maldonado esperando en la puerta de su hogar ha recorrido el mundo. Fue Yolanda Morales, amiga de Lourdes quien la subió a twitter y desde entonces ha logrado conmover a miles de personas; pero también hacer reflexionar sobre una desolada realidad que vivimos diariamente en nuestro país.

En este México ensangrentado, el duelo social es un constante padecimiento que ataca con sucesos violentos que nos suelen erizar la piel. La violencia con la que convivimos a diario nos puede llevar del temor, al enojo e incluso la búsqueda de venganza por nuestra propia mano.

México es un país donde ciertas profesiones sufren una amenaza persistente, por el simple hecho de hacer su trabajo. Es el país más peligroso para uno de los oficios más apasionantes: El periodismo. Y es que es enorme el grupo de personas que nos dedicamos a informar, quienes hemos sufrido la amenaza de muerte, alguna vez en nuestra vida.

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Texto de Caleb Ordoñez

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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