Conecta con nosotros

Opinión

MÉXICO, DISTRITO FEDERAL. MAYO DE 2012 (2/3) Por Luis Villegas

“Siga el rastro del semen o del dinero, joven…”. Así resume Ferdinand Von Schirach, en su maravilloso libro los móviles de cualquier crimen.1

 

En la entrega anterior apunté, entre otras cosas, que: La partida de Carlos Fuentes reduce el número de intelectuales mexicanos comprometidos con la verdad y la razón; y nos deja con personajes como Héctor Aguilar Camín, uno de los mejores novelistas de este país, rebajado a la triste condición de personero de causas infames, Televisa en primerísimo lugar. Dicha afirmación me conduce, de manera directa y sin escalas, al segundo libro mencionado entonces: “La Civilización del Espectáculo”, del premio Nobel Mario Vargas Llosa.2

 

Decir que Vargas Llosa me gusta es reducir el placer de leerlo a una escala ridícula. Hace poco más de un año, en trance de reencontrarme a mí mismo, refiriéndome a una lista de autores, escribí: “De ellos, a quien leí primero en el tiempo fue a Mario Vargas Llosa. Recuerdo muy bien el título del libro: ‘La Tía Julia y el Escribidor’; la novela es muy, muy divertida; y narra, novelándolo, un acontecimiento autobiográfico del autor: Su pasión, que concluyó en matrimonio -y luego en divorcio-, por una tía política suya, mayor que él 14 años. Por aquel entonces no leía yo autores latinoamericanos, excepto José Rubén Romero (‘Pito Pérez’, ‘Rosenda’, etc.) y Jorge Ibargüengoitia (‘Estas Ruinas que Ves’, ‘Los Relámpagos de Agosto’, ‘Los Pasos de López’, ‘Las Muertas’ etc.); a partir de entonces empecé a leer a Gabriel García Márquez, a Mario Benedetti, a Octavio Paz, a Jorge Luis Borges (¿sí dije bien?), por lo que Vargas Llosa fue una auténtica revelación; luego vendrían, aunque no en ese orden, ‘Pantaleón y las Visitadoras’, ‘¿Quién mató a Palomino Molero?’, ‘Historia de Mayta’ (novela que me prestó, me recomendó, me regaló o le robé a mi compadre Puente y me lo recuerda de modo indefectible), ‘Los Cuadernos de don Rigoberto’, la celebrada ‘La Ciudad y los Perros’ (que no me gustó) y mi predilecta: ‘La Guerra del Fin del Mundo’, entre otras. Vargas Llosa es un autor entrañable porque me ha acompañado a lo largo de las décadas y me hace amar más a lo latinoamericano pues me permite entenderlo”.

 

Después de leer “El Sueño del Celta”,3 que no terminó de gustarme, “La Civilización del Espectáculo” es una novedad refrescante si consideramos que el novelista Vargas Llosa es infinitamente superior al columnista o al ensayista. Ágil, amena, culta, inteligente y bien escrita, sin pelos en la lengua, la obra se erige como una apasionada defensa de la cultura y una lúcida reflexión sobre los males que la asechan en nuestra época. Para situarnos, casi al inicio afirma: “La diferencia esencial entre aquella cultura del pasado y el entretenimiento de hoy es que los productos de aquella pretendían trascender el tiempo presente, durar, seguir vivos en las generaciones futuras, en tanto que los productos de este son fabricados para ser consumidos al instante y desaparecer. […] Las telenovelas brasileñas y las películas de Bollywood,4 como los conciertos de Shakira, no pretenden durar más que el tiempo de su presentación, y desaparecer para dejar el espacio a otros productos igualmente exitosos y efímeros. La cultura es diversión y lo que no es divertido no es cultura”.5

 

Y a ese lamentable estado de cosas hemos llegado no por obra y gracia de la casualidad, no; escribe el laureado autor: “Las ocurrencias del mundo real ya no pueden ser objetivas; nacen socavadas en su verdad y consistencia ontológicas por ese virus disolvente que es su proyección en las imágenes manipuladas y falsificadas de la realidad virtual, las únicas admisibles y comprensibles para una humanidad domesticada por la fantasía mediática dentro de la cual nacemos, vivimos y morimos”.6

 

La televisión proscribe la historia porque las “noticias” televisadas aniquilan el tiempo, “matan toda perspectiva crítica sobre lo que ocurre”.7 La “caja idiota” lo es más no solo por los contenidos idiotas que difunde, sino porque nos “ahorra” el esfuerzo de pensar: “Occidente nos ha deparado el privilegio de convertir al entretenimiento pasajero en la aspiración suprema de la vida humana y el derecho de contemplar con cinismo y desdén todo lo que aburre, preocupa y nos recuerda que la vida no solo es diversión, también drama, dolor, misterio y frustración”.7

 

En dos cápsulas como balas, Vargas Llosa resume el daño enorme e incuestionable que la televisión -tal y como la padecemos en su mayor parte- inflige a la inteligencia. Nuestra época, escribe, conforme a la inflexible presión de la cultura dominante, “privilegia el ingenio sobre la inteligencia, las imágenes sobre las ideas, el humor sobre la gravedad, la banalidad sobre los profundo y lo frívolo sobre lo serio”.8 La cultura de nuestros días, imposible de entender sin el auxilio de la televisión, propicia el menor esfuerzo intelectual: No preocuparse ni angustiarse y, en última instancia, ni siquiera pensar; inmersos hasta el cuello en ese “‘baño de imágenes’, esa entrega sumisa a unas emociones y sensaciones desatadas por un bombardeo inusitado y en ocasiones brillantísimo de imágenes que capturan la atención, aunque ellas, por su naturaleza primaria y pasajera, emboten la sensibilidad y el intelecto del público”.9

 

Así nos quieren los grandes consorcios televisivos: Sumisos, inermes, enajenados; así nos concibe ese otro escritor, Héctor Aguilar Camín, quien, por increíble que parezca, ha renunciado al irrenunciable derecho a pensar por sí mismo; dispuesto a convertirse en portavoz, en corifeo, en embajador de lo insulso y de lo imbécil; movido, quiero creer, por el interés del dinero y no del semen. No de balde, parte de ser quién es, el desperdiciado autor de “La Guerra de Galio” se lo debe al inefable Carlos Salinas de Gortari: “’Favoreció Salinas a Aguilar Camín’ […] (una) publicación de El Universal documentó los beneficios económicos generados por la relación de amistad entre Carlos Salinas de Gortari y Héctor Aguilar Camín. Un reportaje con tantas pruebas que resultó demoledor para la alicaída honorabilidad de un intelectual que pasó a ser vocero del poder”… y ahí sigue.

 

Hoy más que nunca, México es el ejemplo perfecto de aquello que Vargas Llosa se duele; hoy, como nunca antes, el poder de la imagen nos subyuga; en política, la fuerza del duopolio televisivo nos reduce de actores a meros espectadores; e incluso, en el colmo de lo inaudito, la televisión está empeñada en convertirse en “el gran elector”. Lo que nos lleva, de nuevo, al tercer libro citado en la colaboración previa: “México 2012. Desafíos de la consolidación”,1 pero el espacio se agota.

 

Luis Villegas Montes.

luvimo6608@gmail.com, luvimo66_@hotmail.com

 

1 VON SCHIRACH, Ferdinand (2011): “Crímenes”. 2ª edición. Salamandra. España.

2 VARGAS LLOSA, Mario (2012): “La Civilización del Espectáculo”. Alfaguara. México.

3 VARGAS LLOSA, Mario, (2010): “El Sueño del Celta”. Alfaguara. México.

4 La Meca del cine hindú.

5 Vargas Llosa (2012:31).

6 Ibid. Pág. 79.

7 Ibidem.

8 Ibid. Pág. 47.

9 Ibid. Pág. 48.

10 Visible en el sitio: http://www.visionpeninsular.com.mx/nota.php?nota=39700

11 Lorenzo Córdova, Ciro Murayama y Pedro Salazar (Coords.) (2012): “México 2012. Desafíos de la consolidación”. Tirant Lo Blanch. México.

Clic para comentar

You must be logged in to post a comment Login

Leave a Reply

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

Continuar Leyendo
Publicidad
Publicidad
Publicidad

Más visto