Opinión
MÉXICO, DISTRITO FEDERAL. MAYO DE 2012. (3/3) Por Luis Villegas
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hace 13 añoson
En ese afán de no dejar las cosas a medias, retomo y termino el asunto de los libros que compré en mi última visita al D.F. Recordará usted, querida lectora, gentil lector, que en sendas ocasiones previas comenté: “La Civilización del Espectáculo”,1 de Mario Vargas Llosa, y “Crímenes”, de Ferdinand Von Schirach.2 En esta ocasión le comentaré sobre “México 2012. Desafíos de la consolidación”;3 una obra colectiva cuyo propósito es hacer una reflexión plural sobre los retos que deberá enfrentar quien gane en los próximos comicios….
Esta fue una reflexión que no se quiso escribir. Aplazar su redacción se convirtió en una estrategia contra mí mismo, hasta que decidí que no la escribiría; que simplemente había dejado de “sentir” la necesidad de hacerlo. No exageremos, escribir no es para mí como respirar, ni de lejos. Sin escribir puedo durar perfectamente dos o tres días; sin respirar no aguanto ni 30 segundos; el Adolfo se ríe de mí y me conmina a que corrija la postura, a que coma menos, a que haga más ejercicio y acusa a mi gordura incipiente (amanecí benévolo) de todos los males presentes y futuros en mi existir, incluido ese aliento que se me escapa entre jadeos al subir escaleras… de lo demás es mejor ni hablar.
Y deje usted, no hallaba de qué escribir porque el único tema, el único que se me ocurría, el único que me rondaba las yemas de los dedos, el único que ocupaba mi pensamiento, estaba tan alejado de esta hora de incertidumbres; tan alejado de Peña, de Andrés Manuel, de Josefina -Quadri no merece ni la mención-, tan lejos de cualquier encuesta, que me daba penita abordarlo, me hacía sentir una especie de traidor; de traidor al momento, a la circunstancia, al instante que vive este México de mis amores, mismo que debería obligarnos a todos a la reflexión de qué es lo mejor para el país; qué lo mejor para nosotros; qué lo mejor, en suma y nada más, que no se convierta en una dolorosa regresión, en motivo de perpetua vergüenza, en esa condena eterna, de la que se dolía José Alfredo, de siempre caer “en los mismos errores”.
Pos no. Cedí. Cedí a la tentación de escribir de lo que me daba la gana. Luego, yo creo que para justificarme, me recordé a mí mismo que escribir es, en principio, un acto de libertad. De libertad en dos sentidos: Primero, como resultado de la libre elección, el pleno ejercicio del albedrío bíblico; en segundo lugar, como una manifestación externa de las cosas que bullen en el pecho de uno y amenazan, de vez en vez, con reventarlo.
La semana pasada, deambulaba yo por las calles de mi ciudad bajo este sol calcinante y me topé de frente con el licenciado Fidel León, quien venía acompañado de su hija -una chica muy linda por cierto- y con una bolsita de plástico con un par de libros en su interior. Siempre he tenido una buena impresión de él; desde que en la Facultad de Derecho se paraba de puntitas en el aula para declamar su clase de derecho civil. Yo estaba perdido en algún punto de mi propia vida y no recuerdo si pasé o no de grado su materia, la carrera de abogado es uno de esos trozos de existencia que me pasó de noche, pero lo cierto es que desde entonces conservo una magnífica e inmejorable opinión de su persona: Instruido, culto, profesional.
Intercambiamos saludos, hablamos de trivialidades y nos despedimos. Pero la bolsita de plástico me recordó que ahí a la vuelta había una librería de viejo y que, desconectado del mundo por azares de la fortuna que no viene a cuento relatar, tenía por delante dos horas enteras para mí solito. Mis pensamientos y yo no solemos brindarnos buena compañía mutua, así que prefiero desentenderme de ellos tanto como sea posible y a la librería fui. Buscaba algo que se pudiera leer en 2 horas, a lo sumo 3, y ahí estaba, esperándome: “Ópalo”,4 una novela de una tal Blanca Álvarez, española, de la que no había oído hablar jamás. Instintivamente, decidí que la novela sería un oportuno obsequio para María, quien ya leyó un libro que le recomendé -y desdeñó otro con volubilidad pasmosa- y anda en busca de un “buen libro” para leer este verano (¡Bendito sea el Señor!). Editada por Alfagura, en su Serie Roja (juvenil), esperanzado, compré la novela de inmediato. Puedo intentar escribir algunas líneas que la resuman… me resisto; baste decir que en su sencillez sin artificios me recuerda algunos autores entrañables; los dejo en la grata compañía de algunos de sus párrafos:
? “Siempre deseamos aquello que parecen negarnos”.
? “Algún día el mundo cambiará, la injusticia no puede ser eterna”.
? “Mucho peor que ser esclava es aceptar ese destino como algo normal e incluso bueno” (eso lo podría haber dicho Josefina, con su discurso irresoluto y su voz sin ecos ni retintines).
? “Leve como pluma sobre tu coraza de guerrero. Así quiero ser en tu recuerdo”.
? “La grieta por donde salta un volcán nace siendo apenas una filigrana”.
? “Cuando se regala el don de la vida a la materia, esta deja de pertenecernos, pequeña: La vida se pertenece a sí misma”.
? “Las hijas caminan siempre sobre los pasos de sus madres, a trompicones o danzando”.
? “El mejor ilusionista se esconde en la conformidad y la desmemoria” (Esta última frase sirve también para los tiempos que corren, a punto de permitir, tal pareciera, que la conformidad y la desmemoria de 70 años nos devoren).
? “Las mujeres cargan sobre sus hombros las desgracias del mundo y alimentan la esperanza desde sus vientres”.
? “Tú y yo, al menos en algún momento, creímos en la necesidad de sacrificar vidas, individuales y menores, para salvar a la Humanidad, con mayúsculas. ¡Mentira!”.
? “El amor había hecho brotar el alma de Ópalo”.
? “A los pobres no se les permite la felicidad o la justicia ni en los sueños” (eso lo podría afirmar Andrés Manuel con su voz hueca, vacía, cargada de negros presagios).
? “A diferencia de otros niños padecíamos dos hambres: La del estómago y la de justicia”.
? “Los objetos son inocentes… pero nos heredan y nos acogen o nos aprisionan”.
? “El destino de las mujeres: Por muy alta que sea su cuna, su cama puede terminar en una pocilga”.
? “Ninguna historia habita sola en el universo de las historias: De una u otra manera, todas van prendidas del mismo destino universal que corresponde a la humanidad”.
? “Se amaban… dos trozos malheridos de universo que, al encontrarse, pretendían fundirse, por fin, en la estrella que recordaban haber sido”.
? “Trabajaba para una gran mentira, pero las grandes mentiras se construyen sobre la cadena de mínimas falsedades”.
? “Me enseñó la importancia de la lealtad, la necesidad de mantener la memoria de dónde venimos para nunca estar en venta. […] Las auténticas lealtades casi siempre se descubren luchando contra la desolación”.
En ese afán de no dejar las cosas a medias, retomo y termino el asunto de los libros que compré en mi última visita al D.F. Recordará usted, querida lectora, gentil lector, que en sendas ocasiones previas comenté: “La Civilización del Espectáculo”,1 de Mario Vargas Llosa, y “Crímenes”, de Ferdinand Von Schirach.2En esta ocasión le comentaré sobre “México 2012. Desafíos de la consolidación”;3una obra colectiva cuyo propósito es hacer una reflexión plural sobre los retos que deberá enfrentar quien gane en los próximos comicios….
Esta fue una reflexión que no se quiso escribir. Aplazar su redacción se convirtió en una estrategia contra mí mismo, hasta que decidí que no la escribiría; que simplemente había dejado de “sentir” la necesidad de hacerlo. No exageremos, escribir no es para mí como respirar, ni de lejos. Sin escribir puedo durar perfectamente dos o tres días; sin respirar no aguanto ni 30 segundos; el Adolfo se ríe de mí y me conmina a que corrija la postura, a que coma menos, a que haga más ejercicio y acusa a mi gordura incipiente (amanecí benévolo) de todos los males presentes y futuros en mi existir, incluido ese aliento que se me escapa entre jadeos al subir escaleras… de lo demás es mejor ni hablar.
Y deje usted, no hallaba de qué escribir porque el único tema, el único que se me ocurría, el único que me rondaba las yemas de los dedos, el único que ocupaba mi pensamiento, estaba tan alejado de esta hora de incertidumbres; tan alejado de Peña, de Andrés Manuel, de Josefina –Quadri no merece ni la mención–, tan lejos de cualquier encuesta, que me daba penita abordarlo, me hacía sentir una especie de traidor; de traidor al momento, a la circunstancia, al instante que vive este México de mis amores, mismo que debería obligarnos a todos a la reflexión de qué es lo mejor para el país; qué lo mejor para nosotros; qué lo mejor, en suma y nada más, que no se convierta en una dolorosa regresión, en motivo de perpetua vergüenza, en esa condena eterna, de la que se dolía José Alfredo, de siempre caer “en los mismos errores”.
Pos no. Cedí.Cedí a la tentación de escribir de lo que me daba la gana. Luego, yo creo que para justificarme, me recordé a mí mismo que escribir es, en principio, un acto de libertad. De libertad en dos sentidos: Primero, como resultado de la libre elección, el pleno ejercicio del albedrío bíblico; en segundo lugar, como una manifestación externa de las cosas que bullen en el pecho de uno y amenazan, de vez en vez, con reventarlo.
La semana pasada, deambulaba yo por las calles de mi ciudad bajo este sol calcinante y me topé de frente con el licenciado Fidel León, quien venía acompañado de su hija –una chica muy linda por cierto– y con una bolsita de plástico con un par de libros en su interior. Siempre he tenido una buena impresión de él; desde que en la Facultad de Derecho se paraba de puntitas en el aula para declamar su clase de derecho civil. Yo estaba perdido en algún punto de mi propia vida y no recuerdo si pasé o no de grado su materia, la carrera de abogado es uno de esos trozos de existencia que me pasó de noche, pero lo cierto es que desde entonces conservo una magnífica e inmejorable opinión de su persona: Instruido, culto, profesional.
Intercambiamos saludos, hablamos de trivialidades y nos despedimos. Pero la bolsita de plástico me recordó que ahí a la vuelta había una librería de viejo y que, desconectado del mundo por azares de la fortuna que no viene a cuento relatar, tenía por delante dos horas enteras para mí solito. Mis pensamientos y yo no solemos brindarnos buena compañía mutua, así que prefiero desentenderme de ellos tanto como sea posible y a la librería fui. Buscaba algo que se pudiera leer en 2 horas, a lo sumo 3, y ahí estaba, esperándome: “Ópalo”,4 una novela de una tal Blanca Álvarez, española, de la que no había oído hablar jamás. Instintivamente, decidí que la novela sería un oportuno obsequio para María, quien ya leyó un libro que le recomendé -y desdeñó otro con volubilidad pasmosa- y anda en busca de un “buen libro” para leer este verano (¡Bendito sea el Señor!). Editada por Alfagura, en su Serie Roja (juvenil), esperanzado, compré la novela de inmediato.Puedo intentar escribir algunas líneas que la resuman… me resisto; baste decir que en su sencillez sin artificios me recuerda algunos autores entrañables; los dejo en la grata compañía de algunos de sus párrafos:
? “Siempre deseamos aquello que parecen negarnos”.
? “Algún día el mundo cambiará, la injusticia no puede ser eterna”.
? “Mucho peor que ser esclava es aceptar ese destino como algo normal e incluso bueno” (eso lo podría haber dicho Josefina, con su discurso irresoluto y su voz sin ecos ni retintines).
? “Leve como pluma sobre tu coraza de guerrero. Así quiero ser en tu recuerdo”.
? “La grieta por donde salta un volcán nace siendo apenas una filigrana”.
? “Cuando se regala el don de la vida a la materia, esta deja de pertenecernos, pequeña: La vida se pertenece a sí misma”.
? “Las hijas caminan siempre sobre los pasos de sus madres, a trompicones o danzando”.
? “El mejor ilusionista se esconde en la conformidad y la desmemoria” (Esta última frase sirve también para los tiempos que corren, a punto de permitir, tal pareciera, quela conformidad y la desmemoria de 70 años nos devoren).
? “Las mujeres cargan sobre sus hombros las desgracias del mundo y alimentan la esperanza desde sus vientres”.
? “Tú y yo, al menos en algún momento, creímos en la necesidad de sacrificar vidas, individuales y menores, para salvar a la Humanidad, con mayúsculas. ¡Mentira!”.
? “El amor había hecho brotar el alma de Ópalo”.
? “A los pobres no se les permite la felicidad o la justicia ni en los sueños” (eso lo podría afirmar Andrés Manuel con su voz hueca, vacía, cargada de negros presagios).
? “A diferencia de otros niños padecíamos dos hambres: La del estómago y la de justicia”.
? “Los objetos son inocentes… pero nos heredan y nos acogen o nos aprisionan”.
? “El destino de las mujeres: Por muy alta que sea su cuna, su cama puede terminar en una pocilga”.
? “Ninguna historia habita sola en el universo de las historias: De una u otra manera, todas van prendidas del mismo destino universal que corresponde a la humanidad”.
? “Se amaban… dos trozos malheridos de universo que, al encontrarse, pretendían fundirse, por fin, en la estrella que recordaban haber sido”.
? “Trabajaba para una gran mentira, pero las grandes mentiras se construyen sobre la cadena de mínimas falsedades”.
? “Me enseñó la importancia de la lealtad, la necesidad de mantener la memoria de dónde venimos para nunca estar en venta. […] Las auténticas lealtades casi siempre se descubren luchando contra la desolación”.
Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.
Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.
Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.
Y sin embargo, tampoco ahí cayó.
Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.
Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.
El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.
Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.
Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.
Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.
¿Entonces por qué renunció?
Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.
Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.
La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?
La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.
Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.
No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.
El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.
Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.
Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.
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