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Opinión

México, ve a terapia. Por Itali Heide

Itali Heide

Los seres humanos tendemos hacia la lógica cuando se trata de nuestra salud. Cuando nos duele la cabeza, nos tomamos un ibuprofeno. Si nos lastimamos al cortar zanahorias, nos ponemos una curita.

Si nos cuesta enfocar al leer, nos ponemos lentes. Si nos rompemos la muñeca al caer de la bici, vamos al hospital. Fuera de la cantidad enorme de problemas que existen dentro de los sistemas de salud pública en nuestro país, la respuesta ante problemas de salud es natural: vamos con un profesional.

Sin embargo, cuando se trata de la salud mental, el estigma que existe alrededor de ella inhibe la normalización de la ayuda profesional para mejorar nuestra calidad de vida. ¿Estás constantemente triste? No sé por qué te quejas si no te falta nada. ¿Excesivamente preocupado? No pienses tanto. ¿Sin ganas de ser productivo? Debes poner de tu parte. ¿Pensamientos suicidas? Sal y distraete un poco.

 

Según la INEGI, se suicidan 17 personas al día en México. (Imagen: Cuartoscuro)

 

Sentir tristeza, preocupación, pensamientos intrusivos u otras emociones incómodas no siempre señalan hacia un trastorno mental. Sin embargo, a las millones de personas que padecen alguno, echarle ganas no es la solución. Como cualquier problema de salud, la mejor manera de combatir, prevenir y tratar enfermedades mentales es ir con un profesional.

 

Considerando la enorme cantidad de personas en México que padecen de algún trastorno mental, es vital abordar el tema. Ahora, tras una emergencia sanitaria que nos ha regalado un contexto de constante incertidumbre y cambios repentinos, los mexicanos se encuentran en un lugar muy vulnerable que incrementa las personas que viven con ansiedad, depresión, otros trastornos emocionales, y tristemente, las tasas de suicidio van en aumento.

 

Tras un aumento de 43% en jóvenes de 15-29 años que se quitaron la vida durante la emergencia sanitaria, la visibilización de opciones y accesibilidad a servicios de salud mental será clave para poder superar la crisis emocional que sufren millones de mexicanos. Se estima que el 17% de las personas sufrirán en su vida un trastorno mental. Los que más afectan a los mexicanos son: depresión, ansiedad, bipolaridad, trastornos obsesivos y esquizofrenia.

 

Crédito: México Social con información de la INEGI

 

México, quitémosle el estigma y empecemos a hablar sobre nuestra salud mental. No es que todos necesiten visitar un psicólogo, pero lo que sí, es que TODOS podemos sacarle provecho al cuidado de la salud mental.

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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