Caleb Ordóñez T.
En aquél árido desierto. Un lugar recóndito, donde el rey Mohamad Zahir Sha aparecía en todos los frescos que dibujaban los artistas afganos. Aquella ciudad ruidosa, que se repartía entre el islam y el grecobudismo.
Toda esa tierra milenaria, llena de matices históricos, donde se libraron las más cruentas batallas de Gengis Kan y Alejandro. Guerras y sombras, así por la eternidad. En un país tan desconocido, lejano y apartado del nuestro. De nuestras festividades, colores y música.
A aquella zona geográfica tan diversa llegó en 1962 Octavio Paz, no como literato ni como artista, sino como embajador que presentaba su credenciales al rey Zahir, deleitoso, decía él de representar a su país.
El rey no era ningún ignorante, conocía de México, de su comida y algunas costumbres. Pero jamás imaginó que un hombre como Paz fuera el primer embajador de la historia, entre dos naciones que al parecer, no tenían nada que ofrecerse.
En ese entonces, Octavio Paz vivía en Nueva Delhi, en India, pero la fantasiosa ciudad de Kabul lo maravilló al extremo, relató en su libro de experiencias “Viento eterno”.
Los mexicanos y afganos han tenido una relación diplomática interesante. En la primera ocasión que México estuvo en el Consejo de Seguridad…