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Opinión

Mexico y nuestro duelo social. Por Caleb Ordoñez T.

Caleb Ordóñez T.

Caleb Ordóñez Talavera

El pasado 31 de Octubre, la muerte cubría el centro histórico de la ciudad de México. Durante más de doce kilómetros las calacas, alebrijes, el mictlán, los colibríes, entre muchos otros personajes representativos de las festividades del día de muertos marchaban por el paseo de Reforma para celebrar el desfile «Celebrando la vida»; un homenaje a todas las personas acaecidas por la pandemia de Covid-19.

México tiene fiestas extraordinarias, hemos aprendido a celebrar por muchos motivos, uno de ellos es el festejo por el día de muertos, que nos diferencia de otras culturas.
La comida, los colores, las flores, música, las ceremonias, los altares entre otros elementos sorprenden cada año al mundo entero, enviando un mensaje contundente: “Los mexicanos se ríen hasta de la misma muerte”.

La convivencia entre el mexicano y la muerte es curiosa. Millones levantan altares a sus familiares y terminan “cenando” con ellos. A la muerte la comemos en pan y es sumamente dulce para nuestro paladar.

Pero más allá de una celebración prehispánica, un rito o un festejo, los mexicanos hemos aprendido a convivir con la muerte. Le cantamos, la festejamos, es parte de nuestra cotidianidad.
Sobre la indiferencia que mantiene el mexicano y la muerte, el poeta Octavio Paz señalaba «ante la muerte, como ante la vida -los mexicanos- nos alzamos de hombros y le oponemos un silencio o una sonrisa desdeñosa».

Es confuso como nos relacionamos tan cerca entre “la parca”, ”la calaca”, ”la calavera”, ”la pelona”, ”la huesuda”, ”patas de alambre”, ”la catrina”, ”la chingada”, ”la tiznada”, entre otras decenas de motes que le hemos adjudicado a la muerte.

Diariamente escuchamos de asesinados a montones, desde Tijuana hasta Tamaulipas; de Guanajuato a Quintana Roo.
En nuestras ciudades vemos constantemente lugares acordonados, con agentes policiacos y forenses.
La muerte en el ambiente reina, controla, nos abraza y sujeta a una realidad que a muchos ya no sorprende…

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Opinión

KAFKIANO. Por Raúl Saucedo

ECOS DOMINICALES

En el laberinto de la política contemporánea, a menudo podríamos considerar  que nos encontramos deambulando por pasillos de las obras de Franz Kafka. Esa sensación de absurdo, opresión y burocracia incomprensible que caracterizan lo «Kafkiano» no es exclusiva de la ficción; es una realidad palpable en el día a día de millones de ciudadanos alrededor del mundo.

A nivel global, la política parece haberse transformado en un sistema gigantesco, deshumanizado y a menudo ilógico. Las decisiones se toman en esferas lejanas, por personajes que parecen habitar otro universo, mientras que las consecuencias recaen directamente sobre los ciudadanos de a pie. ¿Cuántas veces hemos visto acuerdos internacionales o normativas supranacionales que, a pesar de sus buenas intenciones, terminan generando más confusión y restricciones que soluciones? Es la burocracia global, un monstruo de muchas cabezas que opera bajo sus propias reglas, ajeno a las realidades individuales. Los ciudadanos se sienten como los personajes de Kafka, constantemente a la espera de un veredicto o una explicación que nunca llega, o que llega demasiado tarde y de forma incomprensible.

En América Latina, la esencia Kafkiana de la política se magnifica. La historia de la región está plagada de sistemas que parecen laberintos, donde los procesos se estancan por años, las acusaciones no tienen fundamento claro y la justicia parece un privilegio, no un derecho. La corrupción es otro elemento profundamente Kafkiano: actos inexplicables de desvío de recursos o favores políticos que operan en las sombras, imposibles de rastrear o de exigir responsabilidades. Los ciudadanos se enfrentan a un estado omnipresente pero ineficiente, que promete soluciones pero solo entrega más papeleo y trámites sin fin. Las promesas electorales se desvanecen en el aire como niebla, dejando un rastro de desilusión y cinismo. La sensación de desamparo es palpable, pues la maquinaria política y administrativa, en lugar de servir, parece diseñada para agobiar y confundir.

Existen países que para interactuar con dependencias gubernamentales puede ser una auténtica Odisea Kafkiana. Solicitar un permiso, registrar una propiedad o incluso tramitar una simple credencial puede convertirse en una misión imposible, llena de requisitos ambiguos, ventanillas equivocadas y funcionarios que ofrecen respuestas contradictorias. La burocracia, en muchos casos, no solo es lenta, sino que parece tener una lógica interna ajena a la razón, diseñada para agotar la paciencia del ciudadano. A esto se suma la impunidad, un fenómeno profundamente Kafkiano, donde crímenes y actos de corrupción permanecen sin castigo, generando una sensación de injusticia y resignación. Las narrativas oficiales a menudo carecen de la transparencia necesaria, dejando a la población en un estado de perpetua incertidumbre y desconfianza, buscando desesperadamente una explicación que nunca llega, o que es inaceptable.

En este panorama, la política se percibe como un ente ajeno, una fuerza opresiva que opera bajo un código indescifrable. Para muchos, participar activamente se siente como un esfuerzo en vano contra un sistema que parece inmune al cambio. La resignación es un peligro real, y la apatía se convierte en una respuesta lógica a la frustración persistente.

Sin embargo, como en las obras de Kafka, donde los protagonistas, a pesar de su desorientación, siguen buscando una salida o una explicación, nuestra sociedad no debe rendirse. Entender la naturaleza Kafkiana de nuestra política es el primer paso para exigir transparencia, simplificación y, sobre todo, una humanización de los sistemas que nos rigen. Solo así podremos, quizás, encontrar la puerta de salida de este interminable laberinto.

Esta reflexión viene de mensajes en grupos, cafés en mesas y observaciones del pasado domingo, donde lo kafkiano quizá no es la situación, si no nosotros mismos.

@Raul_Saucedo

rsaucedo@uach.mx

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