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Opinión

Mi Cuerpo, Mi decisión. Por Raúl Saucedo

El nuevo catalizador social

En un mundo en el que la realidad y la fantasía se entrelazan diariamente en todas las latitudes como los hilos de un tapiz, la humanidad se enfrenta a una nueva era marcada por la postpandemia mundial del Covid-19. En este escenario desafiante, un objeto simple, pero poderoso, ha emergido como el nuevo catalizador social: Las mascarillas y/o cubrebocas.

En una danza silenciosa de solidaridad y protección mutualos años inmediatos anteriores, el velo de tela, habríacobrado un significado trascendental en la lucha contra una enfermedad invisible que trastocaría la realidad conocida.

A medida que la pandemia se extendía y las mascarillas se convertían en un accesorio común, también se convirtieron en un símbolo de identidad y pertenencia. Al contrario de lo que muchos podrían haber pensado, este sencillo objeto se convertirá en la supervivencia, la resistencia.

En este mundo enmascarado, las expresiones faciales dieronpaso a una comunicación más profunda y significativa, en la que los ojos se convirtieron en ventanas de la esencia propia. Las palabras, muchas veces ahogadas tras las telas, se habrían vuelto más escasas, pero más valiosas, cargadas de un significado que trasciende las apariencias.

Las mascarillas también trajeron consigo un nuevo sentido de comunidad y empatía. La solidaridad se habría convertido en la moneda más valiosa en un mundo que enfrentaba una crisis global. La colaboración y el apoyo mutuo fueron el estandarte de aquellos que buscan sobrevivir y reconstruir sus vidas en medio de la adversidad.

Aunque la pandemia causo estragos en la sociedad, también ha abierto una puerta hacia una nueva comprensión de lo humano. Las mascarillas y/o cubrebocas se convirtieron en un símbolo poderoso de unidad, igualdad y resiliencia.

Pero todo eso quedaría atrás con el levantamiento de las medidas sanitarias por parte de los gobiernos, ministros de salud y organismos internacionales. En antaño, los marginados y excluidos de la sociedad eran fácilmente identificados por sus ropas o su apariencia física, pero ahora, con las mascarillas en su lugar, se ha vuelto el nuevo catalizador social, entre las sombras de las mascarillas, ahora se encuentran los nuevos marginados, los enfermos, los prestadores de servicios que a los ojos de la sociedad convenientemente olvidadiza ahora los ven de reojo sin empatía y cuestionando su uso.

Aunque el titulo sugiera una bandera que enarbola una de las luchas de las compañeras, yo decido adoptarla sobre mi persona para seguir usando la mascarilla, no vaya a ser que en estas tierras aztecas y en la estación de metro Balderas surja “La nueva, nueva normalidad”.

rsaucedo@uach.mx

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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