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Opinión

No confío en los que odian a los gatos. Por Itali Heide

Itali Heide

Hace un tiempo, me encontré con un texto que me hizo darme cuenta de por qué me gustan tanto los gatos: tienen fronteras, límites y estados de ánimo. Me recuerda a otro extraño animal terrestre, ¡los humanos! Al igual que nosotros, los gatos tienen altibajos. A veces te quieren, a veces necesitan espacio y a veces te atacan por razones que ni siquiera ellos comprenden. Esto me hizo pensar en la gente que odia a los gatos. Tal vez estoy metiéndose demás en el tema, pero la experiencia humana es más o menos todo eso, así que aquí me planteé estas preguntas: ¿la gente que odia a los gatos, realmente odia a los gatos? ¿O es que odian los límites, la soledad, el cambio y la flexibilidad? Tal vez, aunque no citaría ninguna ciencia al respecto. Sólo filosóficamente, tiene sentido.

Hay una tendencia, aunque no absoluta, de que los introvertidos prefieren los gatos y los extrovertidos los perros. A los extrovertidos les encanta el ruido y el movimiento, igualito a los cachorritos golden retriever cuando oyen la palabra <afuera>. Los introvertidos disfrutan del tiempo que pasan en un entorno lleno de vida, pero al final necesitan recargar sus pilas aislándose para ver documentales de crímen y acurrucarse con su gato emocionalmente inteligente (al menos eso es lo que hago yo).

La humanidad ha adorado a los gatos en gran parte de la historia, especialmente por parte de los antiguos egipcios. La deificación se produjo porque los gatos salvaron a los egipcios de la hambruna (supuestamente). Gracias a sus garras y su gusto por las ratas, lograron parar infestaciones de roedores que ponían en peligro los cultivos en el valle del río Nilo. Incluso se trasladó la veneración cultural al plano individual: cuando un gato de familia moría, toda la familia se afeitaba las cejas para anunciar públicamente la tragedia ocurrida. Los gatos eran tan amados en Egipto, que quienes los mataban, aunque fuera por accidente, serían condenados a la muerte.

Por obvias razones, la humanidad ya no alaba a los gatos como en esos tiempos. Sin embargo, siguen cargando un valioso simbolismo cultural. La verdad es que no confío de la gente a la que no le gustan los gatos. Parece ser una especie de <red flag> para mi ser introvertido, una advertencia de que mi tiempo a solas podría no ser entendido por el extrovertido inquieto que odia a mi querido gato, Tchaikovsky, por la simple razón de que no se les brinca encima lleno de emoción. Si no te gustan los gatos porque no siempre están dispuestos a darte amor y atención, tal vez sea una señal para hacer una búsqueda interior y aprender.

Por ahora, soy feliz de tener a mi gato acostado a unos pies de mi. No se acurruca junto a mí, pero está aquí y le parece bien la simple idea de mi presencia cerca, al igual que a mí. De vez en cuando maúlla insistentemente en mi ventana hasta que lo subo, donde puede echarse una siesta a mis pies, como ahora. Nos queremos a nuestro ritmo, imitando las relaciones humanas reales. Así que no confíes en la gente a la que no le gustan los gatos.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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