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Opinión

No me leas sin cambiar. Por Itali Heide

<A mí me pasó>, dijo una voz. <A mi también>, contestó otra. <Me sucedió algo similar>, ella confesó. Las voces fueron creciendo en magnitud y fuerza, hasta que se convirtió en un arma poderosa: la empatía. Sí, a todas nos ha pasado. En el espectro de violencia y discriminación de género, absolutamente todas las mujeres hemos ocupado un lugar.

Las <afortunadas> (léase con sarcasmo) estarán sometidas al menor de los males: piropos en la calle, atención no solicitada, brechas salariales, chismes, comentarios inapropiados en el trabajo, miradas con morbo, comentarios vulgares. Sin embargo, la gran mayoría de las mujeres no experimentan solamente el hostigamiento superficial. Sistemáticamente, las mujeres, especialmente las que se encuentran en situaciones vulnerables de pobreza y violencia, tienen problemas de acceso a la educación, falta de autonomía corporal, falta de representación política y falta de protección legal. Más allá del sistema, vivimos en un país donde el machismo está presente en nuestro día a día. Un país donde los feminicidios son cosa de cada día, donde las niñas y los niños son violados, donde el abuso físico, mental y sexual es una condición inevitable por el simple hecho de nacer mujer.

¿Lo anterior? No me lo saqué del aire, no son suposiciones, ni siquiera hemos entrado a los datos duros. El INEGI encontró en 2020 que el 9% de los hogares en México se vieron afectados por la violencia familiar. Redondeando, casi uno de cada diez. UNO de cada DIEZ. ¿A cuántas familias conoces? Cuéntalas, y luego con mirada retrospectiva pregúntate: ¿qué señales ignoré? Lo más difícil es aceptar la realidad de la violencia hacia las mujeres y los niños en la vida cotidiana. Nuestra banalidad ideológica nos ruega cambiar de percepción, incluso cuando alguien que nunca pensaste que fuera capaz de ejercer violencia, ya sea emocional, física o sexual, es denunciado por estos mismos actos.

Es ahora cuando la culpa colectiva se vuelve individual: <¿por qué nunca dije nada?>, <¿por qué no lo vi venir?>, <¿por qué ignoré los memes machistas, las bromas pesadas, los comentarios vulgares?>. Porque así nos han criado, simple y sencillamente. Los niños de los noventa y la generación Z somos los primeros en desafiar colectivamente el <así siempre se ha hecho y así lo seguiremos haciendo> con educación basada en la inclusión y la igualdad. No fuimos los primeros, ya que recordamos a todos aquellos que lucharon por los derechos que hoy tenemos garantizados, pero definitivamente no seremos los últimos. Todavía no estamos donde necesitamos estar, y no llegaremos en bastante tiempo (ojalá aún estemos con vida para presenciarlo), pero lo mejor es que podemos cambiarlo. Lo repetiré para que quede claro: podemos cambiar el mundo.

No podemos obligarlos a que dejen la ignorancia y encuentren la fuerza y la empatía a través de la introspección. No podemos hacer que acepten, se preocupen o hagan algo por los problemas a los que se enfrentan millones de personas cada día. Mucho menos podemos cambiarlos, al menos que ellos realmente quieran cambiar (una hazaña casi imposible para los que le temen a la alteración). Un efecto secundario común del privilegiado es la ceguera ante la realidad y, por desgracia, demasiadas personas encuentran la paz negándose a reconocer la necesidad de cambio radical.

De veritas, no es tan difícil de hacer. Es tan fácil como reconocer el problema y responsabilizarse (individualmente y colectivamente). Las personas con integridad harán que sus amigos se responsabilicen de sus acciones. Reclamarán cuando se hagan comentarios indignos, dejarán de encubrir a abusadores, incluso se enfrentarán a su propia misoginia interiorizada.

Cuando la gente cambia, también debe hacerlo el sistema que nos gobierna. No podemos proporcionar seguridad a los vulnerables a menos que nos impliquemos todos, exigiendo un cambio en el enfoque cultural que encasilla a hombres y mujeres, el cual los ha considerado por siglos alfa y beta, amo y sumiso, proveedor y cuidador. Somos diferentes, sí. Pero no porque tú seas hombre y yo sea mujer. Somos diferentes porque tu eres un ser humano, y yo soy otro.

Opinión

Diálogos. Por Raúl Saucedo

El Eco de la Paz

En el crisol de la historia, las disputas bélicas han dejado cicatrices profundas en el tejido de
la humanidad. Sin embargo, en medio del estruendo de los cañones y las balas metrallas, ha
persistido un susurro: El Diálogo. A lo largo de los siglos, las mesas de negociación han
emergido como esperanza, ofreciendo una vía para la resolución de conflictos y el cese de
hostilidades entre grupos, ideas y naciones.
Desde la antigüedad, encontramos ejemplos donde el diálogo ha prevalecido sobre la espada.
Las guerras médicas entre griegos y persas culminaron en la Paz de Calias, un acuerdo
negociado que marcó el fin de décadas de conflicto. En la Edad Media, los tratados de paz
entre reinos enfrentados, como el Tratado de Verdún, establecieron las bases para una nueva
configuración política en Europa.
En tiempos más recientes, la Primera Guerra Mundial, un conflicto de proporciones
colosales, finalmente encontró su conclusión en el Tratado de Versalles. Aunque
controvertido, este acuerdo buscó sentar las bases para una paz duradera. La Segunda Guerra
Mundial, con su devastación sin precedentes en el mundo moderno, también llegó a su fin a
través de negociaciones y acuerdos entre las potencias.
La Guerra Fría, un enfrentamiento ideológico que amenazó con sumir al mundo en un
conflicto nuclear, también encontró su resolución a través del diálogo. Las cumbres entre los
líderes nucleares, los acuerdos de limitación de armas y los canales de comunicación abiertos
permitieron evitar una posible catástrofe global.
En conflictos más recientes, y su incipiente camino en las mesa de negociación ha sido un
instrumento crucial para lograr el cese de hostilidades de momento, esta semana se ha
caracterizado por aquellas realizadas en Arabia Saudita y París.
Estos ejemplos históricos subrayan la importancia del diálogo como herramienta para la
resolución de conflictos. Aunque las guerras pudieran parecer inevitables e interminables en
ocasiones, la historia nos muestra que siempre existe la posibilidad de encontrar una vía
pacífica. Las mesas de negociación ofrecen un espacio para que las partes en conflicto
puedan expresar sus preocupaciones, encontrar puntos en común y llegar a acuerdos que
permitan poner fin.
Sin embargo, el diálogo no es una tarea fácil. Requiere voluntad política, compromiso y la
disposición de todas las partes para ceder en ciertos puntos. También requiere la participación
de mediadores imparciales que puedan facilitar las conversaciones y ayudar a encontrar
soluciones mutuamente aceptables.
En un mundo cada vez más complejo e interconectado, el diálogo se vuelve aún más crucial.
Los conflictos actuales, ya sean guerras civiles, disputas territoriales o enfrentamientos
ideológicos, exigen un enfoque pacífico y negociado. La historia nos enseña que la guerra
deja cicatrices profundas y duraderas, mientras que el diálogo ofrece la posibilidad de
construir un futuro más pacífico y próspero para todos.
Los diálogos siempre serán una vía, aunque el diálogo más importante será con uno mismo
para tener la paz anhelada.
@RaulSaucedo
rsaucedo@uach.mx

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