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Opinión

Now You See Me: Diga las Palabras. Por Luzos Decaz

Now You See Me (Los Ilusionistas: Nada es lo que Parece), título de la más reciente película de Louis Leterrier con las participaciones de Jesse Eisenberg, Morgan Freeman, Michael Caine y Mark Ruffalo.

Un ilusionista, J. Daniel Atlas (Jesse Eisenberg), un mentalista, Merritt McKinney (Woody Harrelson), un prestidigitador, Jack Wilder (Dave Franco), y una escapista, Henley Reeves (Isla Fisher), reciben una invitación para conformar entre ellos un grupo conocido como «Los Cuatro Jinetes” quienes harán 3 presentaciones, o actos, cada uno mayor que el otro y a raíz de su primer acto, un aparente atraco bancario, el agente Dylan Rhodes (Mark Ruffalo) del FBI les dará caza por lo que estos deberán ser capaces de realizar sus tres actos antes de ser capturados por el FBI.

Los Ilusionistas: Nada es lo que Parece es básicamente una cinta sobre robos y estafas con la particularidad que sus protagonistas recurren a la magia e ilusiones para realizar con éxito una serie de desfalcos a gente acaudalada, dichos trucos buscan sorprender al público con giros inesperados, y en cierta medida lo logran, ya que la trama nos introduce a una estratagema donde cada personaje es pieza de un maquiavélico plan cuyo propósito sólo se conocerá hacia el final.

Pese a que la premisa luce interesante, y que los vistosos y llamativos efectos hacen que el espectador no pueda despegar los ojos de pantalla para tratar de observar a detalle los trucos» presentados por los magos, el guion no resulta estar tan bien armado y tan bien pensado como parece, y es que la película pierde congruencia conforme pasan los minutos, al punto de que para el acto final ya logramos intuir, o más bien conocer, el verdadero trasfondo de todo, ya que en este punto es donde al parecer se terminan las ideas para compaginar el guión que se viene presentando. Asimismo algunos de los elementos que presenta el director como generadores de sorpresa y suspenso resultan ser exageradas soluciones a más de una cuestión, rayando muchas veces en lo inverosímil.

No obstante, y en cuestión de actuaciones, estas resultan rescatables, en especial las de Mark Ruffalo, Woody Harrelson, Michael Caine y Morgan Freeman, estos últimos como un millonario promotor y un hombre que se dedica a desenmascarar magos, respectivamente.

Después de todo expuesto he de decir que la cinta es una buena opción para disfrutar en el cine, pues trata de presentar un tema conocido bajo un esquema novedoso con lo que seguro entretendr a más de uno pero si decides tomarte demasiado en serio la remisa puede que termines un poco decepcionado hacia el final, pero eso lo decidirá el espectador al verla.

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Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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