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Opinión

Opinión: Contaminación de aguas por Kamel Athié

Cuando se habla de una nueva Ley General de Aguas, uno de los temas que “salta” con más frecuencia es el de la contaminación. Recientemente han ocurrido desastres ecológicos relacionados con actividades industriales, como la minería, por lo que resulta fundamental para este proyecto, prever este tipo de cuestiones.

El Proyecto de Ley General de Aguas, contiene un capítulo dedicado a la prevención y control de la contaminación del agua donde se establece que la Federación, los Estados, el Distrito Federal, los municipios y los concesionarios del agua, deben prevenir y controlar la contaminación de las aguas nacionales, a través de la reducción y control de contaminantes asociados a los residuos que se descargan a los cuerpos receptores de propiedad nacional.

La iniciativa detalla cuales son las atribuciones de la Comisión Nacional del Agua, en materia de prevención y control de la contaminación y, además, en coordinación con la autoridad competente, la Comisión debe vigilar que el agua suministrada para consumo humano y el uso de aguas residuales cumplan con las normas oficiales mexicanas. Asimismo, deberá atender las alteraciones al medio ambiente por la explotación, uso o aprovechamiento del agua, y realizar acciones para preservar los recursos hídricos y, en su caso, contribuir a prevenir y remediar los efectos adversos a la salud y al ambiente.

Las descargas de aguas residuales y la infiltración en terrenos deben cumplir con los límites establecidos en las normas oficiales mexicanas. La iniciativa, considera la creación de una Red Nacional de Medición de la Calidad del Agua que establecerá criterios y lineamientos para el muestreo y medición de la calidad del agua.

La CONAGUA podrá suspender cualquier actividad que implique descarga de aguas residuales; cuando no se cuente con permiso de descarga, o bien las aguas liberadas no se sujeten a las condiciones de descarga fijadas; no se realicen los pagos de derechos por explotación, uso o aprovechamiento de cuerpos receptores de descargas de aguas residuales; también cuando el responsable de la descarga utilice el proceso de dilución de las aguas residuales para cumplir con las condiciones de descarga y, por último, no se presente un informe que contenga los análisis de la calidad del agua que descarga.

A quien contamine cuerpos de agua por los motivos anteriores, además de ver su actividad suspendida, será responsable civil, penal administrativa y económicamente, según sea el caso.

Todos los concesionarios de aguas nacionales deben establecer sistemas de recuperación, reutilización y reciclado del agua tratada, así como la eliminación de los residuos peligrosos derivados de procesos productivos para prevenir y controlar su contaminación.

Entiéndase por concesiones los permisos que otorga el gobierno para el usufructo de las aguas nacionales a productores agropecuarios (ejidatarios, pequeños propietarios y colonos), empresas que requieren del vital líquido para sus procesos industriales, o lo utilizan como materia prima. Igualmente se incluyen municipios, gobiernos estatales, la federación y empresas paraestatales, así como los organismos operadores que abastecen de agua potable a las zonas metropolitanas, grandes ciudades y comunidades rurales. La figura de las concesiones existe desde la época colonial, donde su majestad otorgaba permisos para el usufructo de los recursos naturales, entre ellos el agua.

kamelathie@gmail.com

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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