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Opinión

Opinión: La pandemia, un año después, por Nancy Anahí Toledo

Aquí estamos, un año después. Seguimos en cuarentena…pero ya no es igual.

¡Las cosas han cambiado, y mucho!

Siento que era otra pandemia, cuando me acuerdo que el estado de alerta en qué estuvimos los primeros meses, el miedo al virus, a su manera de actuar…dejando la ropa y zapatos en la entrada, desinfectando las bolsas del súper y cada cosa que venía del exterior. Aquellos días de estar completamente encerrados, en pijamas o ropa deportiva todo el día…porque “es algo temporal, cosa de unas cuantas semanas”.

¡Qué equivocados estábamos en eso y en muchas cosas!

Aquí estamos un año después. Tan acostumbrados al cubrebocas…tan adaptados a las nuevas normas. ¡Y tan convencidos que la vida debe seguir!

Que se puede vivir con un enemigo presente, qué hay formas de combatirlo, de prevenirlo…no hay necesidad ni ganas de seguir deteniendo el tiempo.

Es un récord para el mundo de la medicina haber logrado tener la vacuna a escasos meses de conocer el virus, aunque parecieron eternos ante la magnitud del daño que hizo al mundo entero.

Pero aquí seguimos.

Con mucha más resiliencia y esperanza que hace un año. Y sé que no solo hablo por mí, al decir que también estamos más conscientes de cuidar nuestra salud, incluida la mental y espiritual. Y de valorar la vida, propia y de quienes nos rodean.

Un año después, y mucho aprendizaje después. Llenos de esperanza de que las cosas mejoren, de que la vida tome su curso, con cuidados pero sin limitantes absurdos, con vacuna, con más tranquilidad, con menos miedo, con planes, y sobre todo con las mismas ganas de siempre de seguir vivos!

Nancy Anahí Toledo Rascón
Instagram @eso.pienso
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Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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