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Opinión

Opinión: Mi deportivo rojo, por Nancy Toledo

Hay etapas en la vida en donde te frenas en seco y te das cuenta que algo te hace falta para ser completamente feliz.

Algún deseo pendiente que en tu recorrido por la vida no has podido cumplir. Ya se por falta de madurez, dedicación o dinero has deseado algo, y no lo has podido satisfacer.

Puede llegar tu momento, darte el gusto, y agregar una “palomita” a tu lista de pendientes…o puedes arrastrar por años las ganas de tener algo. O de ser algo.

Hay crisis muy identificadas en nuestro desarrollo: empezando por “los terribles dos” de un niño, que no es más que buscar libertad, cuestionarse las órdenes de sus papás y buscar identidad propia. Pero ya más grandecitos, está “la crisis del cuarto de sigo” que se da alrededor de los 25 años…un profesionista empezando la vida adulta, enfrentándose a una nueva realidad y responsabilidad, al mismo tiempo que se cuestiona hacia dónde va la vida, y no quieren que siga avanzando.

Y por último, la tan vívida “crisis de los 40”, está etapa en la que se busca aferrarse a la juventud que aún queda en nuestro cuerpo, y si no queda…se busca devolverla a cómo dé lugar! Y peor aun, muchas veces es cuando la gente se da cuenta que no ha hecho las mejores elecciones en su vida. Se cuestionan de su pareja, trabajo, decisiones personales…y entonces es donde aparece el deportivo rojo!. O lo que representa…

Eso tan ostentoso con lo que quieres demostrarte a ti, y a todo el mundo que puedes tener lo que quieras. Que tu vida no es aburrida. Que eres tan joven capaz de eso y más!. Pongo el ejemplo del deportivo, pero hay miles más….y todos son tan radicales porque tienen la característica que necesita ser algo notorio e inmediato. Estoy segura que a cada quien se le viene a la mente algún otro ejemplo…

Yo creo que si atendemos nuestras necesidades y carencias a tiempo, podemos trabajar en llegar plenos a cada año y etapa de nuestra vida. La idea es que no debemos de esperar a tener una crisis para darte estos gustos, y buscar esos logros.

Hay que detenernos a analizar en donde estamos parados, y hacia donde queremos avanzar. Identificar lo que queremos y trabajar para tenerlo. Reconocer que siempre estamos en búsqueda de algo. Lograr saber por donde va ese “vacío” por llamarlo de alguna manera…antes de terminar con un convertible rojo en la cochera!. Porque por muy impresionante que sea, eso no será capaz de llenar de satisfacción tus días y de plenitud tú vida.

Nancy Anahi Toledo Rascón
Facebook.com/eso pienso
Instagram @eso.pienso

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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