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Opinión: ¿Por qué ‘Chacho’ no ganó?

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Por Enrique Corte

Las recién concluidas elecciones pintaban para tener una buena presencia de independientes. En los 13 estados del país que tuvieron elecciones se registraron 304 candidatos sin partido, muchos de los cuales tenían buena expectativa para ganar montados en la ola antipartidos que agitó la victoria de Jaime Rodríguez ‘El Bronco’ en Nuevo León.

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Enrique Corte

Enrique Corte

Sin embargo, de esos 304 candidatos sólo 11 ganaron y la mayor apuesta del independentismo en el país, José Luis ‘Chacho’ Barraza, logró el 18% de los votos en Chihuahua, insuficientes para ganar, pero bastantes para convertirse en el independiente más votado de la elección, pues él sólo se llevó la mitad de todos los votos para los sin partido en las 10 gubernaturas que disputaron.

Más candidatos, menos ganadores

2015 fue el año de la incursión más o menos victoriosa de los independientes en la escena política del país, con triunfos tan sonados como el del ya mencionado ‘Bronco’ en Nuevo León; Manuel Clouthier logró una diputación federal por Sinaloa; Pedro Kumamoto alcanzó una curul local en Jalisco; Alfonso Martínez quedó como alcalde de Morelia, y hubo otros puestos alcanzados por la vía sin partido en varias alcaldías más.

En este escenario los grupos político-empresariales que impulsaron las candidaturas independientes vieron la posibilidad de repetir la exitosa fórmula bronca que trataron de replicar en varios estados del país, imitando los pasos, estrategias y hasta colores que llevaron a Rodríguez a la gubernatura, formando una especie de partido de sin partido caracterizado a grandes rasgos por el reciclaje de políticos “desencantados” con la partidocracia, quienes enarbolaron un discurso basado en el populismo y la crítica al actual sistema político (no tanto del económico).

Fue así que si en 2015 se registraron 325 ciudadanos como candidatos independientes, de los cuales 144 lograron la candidatura, en 2016 fueron 523 los interesados, de los cuales 304 llegaron a las boletas. Si tomamos en cuenta sólo a quienes alcanzaron un puesto de elección popular, en 2015 fueron 6 y en 2016 fueron 11, aunque de escasa relevancia, salvo por Armando Cabada, quien gobernará la quinta ciudad más poblada del país, Juárez.

La ‘fórmula bronca’

Aunque muchos pretendan hacer ver las elecciones como una “fiesta democrática”, en realidad tiene que ver más con alianzas políticas y comerciales entre cúpulas en las que cada grupo ofrece sus productos políticos al electorado que funciona como una especie de mercado cautivo, condenado a escoger al menos peor, y eso si lo dejan. Ninguna sorpresa en un país donde los monopolios son el común denominador.

En este mercado electoral el equipo de Jaime Rodríguez hizo gala de una excelente campaña de mercadotecnia, vendiendo un producto novedoso al menos en apariencia. Un hombre que había gobernado con mano dura y eficacia, que se jactaba de haber enfrentado y vencido al narco (con métodos muy cuestionables), y que había hecho del castigo a los corruptos su principal bandera de campaña, teniendo como principal objetivo el proceso penal contra el ex gobernador priísta Rodrigo Medina.

Aquí no puede dejar de mencionarse el mérito de Guillermo Rentería, publicista de El Bronco, quien presenta su trabajo como ‘mercadotecnia de emociones” y lo resume en estas premisas:

1. La razón no motiva el voto.
2. Las propuestas de trabajo no motivan el voto.
3. En una campaña electoral no es el voto el tesoro que se persigue, es la confianza.
4. La empatía gana más votos que las propuestas.
5. Las encuestas solo detectan las necesidades superficiales y materiales del rol de ciudadanos de la gente, pero no detectan sus necesidades más profundas como ser humano.
6. La enorme mayoría de los grupos focales que se hacen, utilizan una técnica que no permiten avanzar a las nuevas formas de comunicar, ya que la mayoría de la gente encuestada, no es gente que se atreva a lo nuevo.

A estos puntos también debemos agregarle un rompimiento con los medios de comunicación electrónicos e impresos, caros, parciales y cada vez menos influyentes en la opinión pública. En su lugar se destinaron los recursos a la creación de contenidos atractivos para las redes sociales, pautas publicitarias en medios sociales y la contratación de ejércitos de cibernautas listos para combatir a los ‘trolls’ de los adversarios.

Tampoco podemos pasar de largo un factor importantísimo para buena parte de los independientes: el financiero. En Nuevo León empresarios inconformes pertenecientes a familias de abolengo como los Garza Sada, Zambrano, Garza Lagüera, González Moreno, Martín Bringas, Sada González, fueron los principales impulsores y por dinero no se batalló, por no mencionar el peso político de estos grupos no sólo en el norte, sino en todo el país.

Sobraron apoyos, también trabas

Dadas las similitudes entre la situación política y económica de Chihuahua y Monterrey, nuestro estado se convirtió en el siguiente objetivo del independentismo. Con el apoyo de familias ‘notables’ como los Terrazas, Kalisch, Almeida, Luján, Creel, Russek, Newberry, Madero, entre muchas otras, así como de panistas y priístas resentidos, se presentó un perfil que había triunfado en el ámbito empresarial y en la política de altos vuelos: José Luis ‘Chacho’ Barraza.

El empresario deliciense venía de una agridulce trayectoria por la política nacional. Vinculado a escándalos como el Fobaproa, la campaña “López Obrador es un peligro para México” y el golpe a Mexicana, pero también al éxito y reconocimiento de la élite empresarial del país. Entre su trayectoria había poco contacto con la sociedad civil, con el mexicano de a pie y en general con Chihuahua, donde prácticamente nadie lo conocía.

Al final Chihuahua no fue Monterrey, 2016 no fue 2015 y ‘Chacho’ no resultó tan ‘Bronco’. Si bien contó con un presupuesto que según estimaciones de los adversarios fue cinco veces superior al de Corral (emanado de donaciones, no de fondos públicos como los partidos), también tuvo en contra a las autoridades electorales y a la Ley misma que le regatearon al máximo sus espacios en radio y televisión, recibió un financiamiento público mucho menor a los partidos, se le impuso la recolección de firmas y sobre todo contaron con tiempos de campaña muy cortos para remontar el desconocimiento de la ciudadanía.

El ‘bronco’ quedó en potrillo

Chacho y sus mecenas pudieron pagar ‘voluntarios’, equipo, medios y voluntades, pero descubrieron en el camino que había cualidades que el dinero no compra como la imagen pública, la experiencia, la capacidad y el carisma, sobre todo el carisma. Chacho no tenía ninguna de las cartas del Bronco, ni su experiencia, ni su presencia ni tiempo para construirlas, el tiempo fue uno de los elementos más escasos.

Sin embargo, uno de los factores que pudieron ser más decisivos fue el incumplimiento (hasta ahora) de las promesas del ‘Bronco’. Rodrigo Medina y todo su equipo siguen libres, la situación en Nuevo León no ha dado un vuelco positivo y el gobernador regio parece más dedicado a construirse como candidato presidencial que a lograr un verdadero cambio en su entidad.

Esto fue un lastre no sólo para ‘Chacho’, sino para los 10 candidatos independientes que buscaban gubernaturas, de los cuales sólo Barraza superó una votación de dos dígitos, y en seis estados los sin partido no fueron capaces de superar ni a los votos nulos.

También hay que otorgarle mérito a Javier Corral, que supo capitalizar el descontento presentándose como “el más independiente de los candidatos”, destacando los nexos de Barraza con políticos y empresarios, y luego acusándolo de ser parte de una estrategia del gobernador César Duarte para dividir el voto opositor y darle la victoria a Enrique serrano. Fue por ello que en las últimas semanas de la campaña los ataques del panista se centraron más en Barraza que en el propio Serrano, pues este basaba su fuerza en el voto duro que no se dejaría convencer, así que se lanzó a arrebatárselo a Barraza mediante un llamado al voto útil que al final (y contra las expectativas de muchos) funcionó.

Chacho, el mejor perdedor

Al final Barraza obtuvo 242 mil votos, insuficientes ante los 400 mil de Serrano y los 517 mil de Corral, pero con el mérito de haber superado por mucho a sus colegas sin partido que compitieron en las demás entidades pues, como ya dijimos, obtuvo la mitad de los 468 mil votos emitidos por candidatos independientes en todos los estados donde hubo elecciones a la gubernatura.

A final de cuentas, como apuntó Pedro Kumamoto en una de sus columnas, “las candidaturas independientes no son homogéneas ni persiguen las mismas propuestas, y tampoco defienden los mismos principios (…) por eso, debemos decir no: los independientes no somos una colectividad política, tampoco somos un partido en ciernes, no hay acuerdo entre todos y, por eso, en todo caso perdieron algunas candidaturas, pero es falso que ‘los independientes’ tuvimos un descalabro”.

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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