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Opinión: Tan cerca y tan lejos, por Nancy Toledo

En una realidad híper conectada con acceso a todo y todos en todo momento, no puedo evitar pensar que esta cercanía nos separa al mismo tiempo de muchas cosas.

Podremos saber de alguien cosas tan propias de su día: qué desayunó, que está leyendo, qué tipo de ejercicio hace, con quien sale, que ve en la tele…y sentirnos tan cerca de esa ellos. Pero la realidad es que estamos tan lejos de ser parte de su vida.
Mi celular está lleno de grupos de WhatsApp, que son una excelente manera de estar conectados con la familia, amigos, compañeros de la escuela, vecinos. Pero esto nos lleva a hablar como grupo y le quita lo personal a la relación. Muchas veces ya no sabes quien dijo algo, quien mando qué.

A pesar de que uso y disfruto mucho estas herramientas y redes sociales, no me encanta la parte en la que nos alejamos de esta cercanía. Soy una “víctima” más de esta situación. Pero no debemos de caer en este tipo de relación mecánica. Yo trato de mantener algo de individualidad en esta era súper comunicada.

Parece mentira, pero para mi es difícil encontrar un tiempo en que pueda hacer una llamada. Una sustancial.
Pero de vez en cuando le hablo la gente que tengo en esos grupos, amigas que me nutren, que me gusta escuchar lo que tienen que decir…aunque sean chistes y cosas que podríamos leer en los grupos que compartimos, pero es diferente. Me hace sentir más cerca.
O simplemente mandar mensajes directos, y platicar de lo que sea. No en masa, algo personal. Y eso me hace sentir conectada con ellas.

Ahora son tiempos más difíciles para la convivencia real, y vernos cara a cara. Por eso reflexiono sobre el tema. Estamos a un “clic” de todos nuestros contactos.

Me rehúso a perder individualidad. Aunque es lindo pertenecer a un grupo, no quiero ser solo una persona de la bola.
No perdamos la bonita costumbre de felicitar en un cumpleaños, de procurar a los amigos, de estar cerca de los amigos. No perdamos el interés en los demás. No te alejes, cuando puedes estar cerca.

Nancy Anahi Toledo Rascón
Facebook.com/eso pienso
Instagram @eso.pienso

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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