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Ovidio Guzmán, el joven que siempre quiso ser narco

De entre la incalculable cantidad de hijos de Joaquín El Chapo Guzmán, solo uno puede sostener, con cierta justicia, que la vida le ha hecho tan famoso como a su padre. Es Ovidio Guzmán López, uno de los vástagos del capo con su segunda esposa, Griselda,detenido el jueves en Culiacán, la capital del Estado mexicano de Sinaloa. Líder de Los Chapitos, facción del Cartel del Pacífico, Guzmán López y sus secuaces protagonizaron el mismo jueves un intento de rebelión, bloqueos en las calles, coches quemados, tiroteos, que se saldó con 29 muertos —entre ellos 10 militares— y que dejó a México atónito. No era la primera vez.

No se sabe cuántos hijos ha tenido El Chapo, condenado a cadena perpetua en Estados Unidos hace tres años y medio. Se ignora porque él mismo ha dado cifras distintas, 10 en una ocasión, 23 en otra. Lo explicaba hace unos días en estas páginas el académico Carlos Pérez Ricart, para recordar a los cuatro importantes, los únicos que aparecen en la lista de objetivos del Departamento de Estado de Estados Unidos, por sus logros en el negocio familiar: el narcotráfico.

De los cuatro, dos nacieron de la primera mujer de El Chapo, Iván Archivaldo y Jesús Alfredo, y dos de la segunda, Joaquín y el propio Ovidio. El Departamento de Estado separa a los dos primeros de los dos segundos, cobijados todos bajo el mismo paraguas criminal, el Cartel de Sinaloa o del Pacífico, representantes en realidad de facciones distintas. No está muy claro qué relación mantienen entre las facciones o cómo interactúan, si lo hacen, con el grupo de Ismael El Mayo Zambada, uno de los últimos exponentes del viejo narco sinaloense.

“El narco en Sinaloa siempre ha sido una cosa de familia”, argumenta Benjamin Smith, autor de La Droga, una monumental investigación sobre la historia del narcotráfico y la violencia en México, convertida en libro. “Los del Cartel de Guadalajara eran nietos o sobrinos de las personas que traficaban opio en la década de 1940”, añade, en referencia a los narcotraficantes sinaloenses Miguel Ángel Félix Gallardo o Rafael Caro Quintero, que hicieron de la capital de Jalisco su base de operaciones, hace ya 40 años.

En el caso de Ovidio, no son solo el padre o los hermanos. Crónicas de la prensa local lo emparejan con Adriana Meza, hija de Raúl Meza, antiguo colaborador de los narcos viejos de Sinaloa, ya fallecido. El nombre y el rostro de la mujer se conocen en México gracias a los genealogistas del narco, en especial a los estudiosos de las buchonas,palabra de la jerga sinaloense dedicada a las mujeres de los narcotraficantes.

“Lo que no conocemos es qué importancia tiene Ovidio en realidad”, reflexiona Smith. “El Departamento de Estado dice que producía más de 3.000 kilos de metanfetamina al mes, pero no tengo idea de dónde sacan esa cifra. Hay muchas preguntas sin contestar sobre el papel de Los Chapitos y Ovidio en el narco en Sinaloa. Su detención podría ser un regalo para los gringos. Pero quién sabe”, añade. El presidente de EE UU, Joe Biden, visita el país vecino este domingo y muchos en México piensan que cualquier negociación entre ambos Gobiernos en este momento ha tenido que ver con la captura del narco.

Ovidio Guzmán, en el momento de su detención, en una imagen de un vídeo facilitado por el Gobierno mexicano.
Ovidio Guzmán, en el momento de su detención, en una imagen de un vídeo facilitado por el Gobierno mexicano.Cepropie (AP)

Apodado El Ratón, Ovidio es el más joven de los cuatro hermanos fichados en Washington. Nació en 1990 en Culiacán y creció, como explicaba el diario Reforma este viernes, en la colonia Jardines del Pedregal de Ciudad de México, barrio de alto postín, como si los muchachos de Sito Miñanco hubieran crecido en La Moraleja madrileña, o los de Pablo Escobar en el bogotano Rosales. Ovidio Guzmán vivió desde la capital los últimos años del PRI en el poder y los primeros del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos. Eran momentos en que la vida en México estaba cambiando para siempre.

En ese entonces, mediados de la década de 1990, El Chapo cumplía su primera condena: 20 años por cohecho y asociación delictuosa, delitos vinculados al asesinato del cardenal Jesús Posadas, en Guadalajara, en 1993. Mientras su padre vivía en prisión, el pequeño Ovidio iba a un colegio de los Legionarios de Cristo en la capital. Un taxista lo llevaba todos los días. Pero su futuro de abogado o ingeniero no acabó de concretarse. A principios de siglo, un preadolescente Ovidio volvía a Culiacán, al mismo tiempo que su padre lograba lo nunca visto, fugarse de una cárcel de máxima seguridad. No sería la última vez.

Ya de vuelta en Sinaloa, la familia se impuso. Las autoridades estadounidenses aseguran que El Ratón fue un narco precoz. En la ficha del Departamento de Estado señalan que heredó el negocio de su hermano mayor, Edgar, asesinado en un supermercado, en Culiacán, en 2008. Cuando esto ocurrió, el muchacho tenía 18 años. “Ovidio y su hermano Joaquín empezaron a invertir grandes cantidades de dinero en comprar marihuana en México y cocaína en Colombia. Empezaron a importar igualmente efedrina de Argentina para iniciarse en la producción de metanfetamina”, dice la ficha.

La opulencia

La rebelión del jueves en Culiacán fue la segunda vez en poco más de tres años en que Los Chapitos ponían patas arriba la ciudad. El 17 de octubre de 2019, un grupo de élite del Ejército trató de detener a Guzmán López en su casa, en el centro de la capital sinaloense, no muy lejos de donde 11 años antes había caído su hermano Edgar. El intento fracasó. Los Chapitos salieron en masa a las calles. Quemaron coches, camiones y tráileres, bloquearon avenidas y carreteras, igual que este jueves. Solo que entonces, todo ocurrió a la hora de comer. Los niños salían de las escuelas mientras jaurías de sicarios paseaban sus fusiles por las calles.

Fue el primer culiacanazo, ejemplo perfecto del tipo de neologismos que se usan en México para describir situaciones tan extrañas como posibles. En el catálogo de imágenes inverosímiles que dejó aquel día destacan sin duda los vídeos en que Ovidio Guzmán, teléfono en mano, retenido por militares en la puerta de su casa, pide a sus secuaces que se detengan: “¡Ya paren todo, oigan, ya me entregué!”. Pero no pararon. Fue tal el caos que el presidente, Andrés Manuel López Obrador, ordenó soltar al supuesto criminal, que ha seguido libre hasta ahora.

La diferencia con su padre es clara. Perseguido, El Chapo siempre huyó. Cuando lo detuvieron por primera vez estaba escondido en Guatemala. Antes de la segunda, logró escapar por un túnel debajo de una bañera. En la tercera —tras su segunda fuga— intentó pasar desapercibido en un motel en la playa. Ovidio no. Él, su hermano Joaquín y los suyos se han enfrentado con armamento de alto poder a los militares y no han dudado en disparar incluso a aviones del Ejército, como este jueves.

“Esta es la primera generación de traficantes sinaloenses que nace en la opulencia”, apunta Alejandro Hope, analista en temas de seguridad, exfuncionario de los servicios de inteligencia del Estado. “Es decir, Ovidio vivía en El Pedregal… O sea, él se mete al narco por decisión. Ya no existe el imperativo económico que alimentó a sus padres. El tipo pudo ser ingeniero, arquitecto, lo que sea, pero no”.

Hope argumenta que parte de la actitud de confrontación de Los Chapitos se debe a “la recompensa psicológica de la violencia y la impunidad. Formar parte de una leyenda, de esta cultura, los corridos”, defiende. “En ese contexto, ellos se generan sus propias recompensas, más allá de la meramente económica”.

Para Benjamin Smith, la violencia que han demostrado los muchachos de Ovidio en los dos culiacanazos es “performativa”, una especia de show. “No es un grupo paramilitar que amenaza la integridad del Estado. No sé, no quiero subestimar el sentido de temor de los sinaloenses, pero no me parece que hicieran tanto”, argumenta. Al final, dice, muchos de los que salieron a generar caos eran muchachos jóvenes. “Solemos subestimar la capacidad de los sicarios para drogarse”, zanja, irónico.

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Acapulco lucha por sobrevivir. Por Itali Heide

Imágenes: Manuel Villavicencio

Antes incluso de verlo, Acapulco se huele. El olor de la basura acumulada durante semanas en las calles, la humedad de toneladas de lodo, árboles y hojas cubriendo portones, e incluso el olor a muerte persiste en el aire. Sobre el SEMEFO, buitres vuelan en una coreografía coordinada que señala que la muerte es mucho más frecuente que las cifras oficiales.

Itali Heide

Itali Heide

Al adentrarse en las devastadas calles de Acapulco, uno podría pensar que ha sido transportado a una zona de guerra. Ni una sola casa o edificio ha quedado indemne, con cristales esparcidos por todos los patios y líneas de agua de dos metros de altura en hogares que sirven de recordatorio del horror por el que pasaron los guerrerenses.

Aunque la pérdida material es devastadoramente triste, la angustia llega cuando se escuchan las historias de los sobrevivientes. Doña Francisca ha vivido en el poblado de Yetla toda su vida. De pie en la puerta de su casa, mirando hacia atrás, hacia el lugar que una vez conoció como un hogar seguro, recuerda la noche que la vio pedir por su vida. «No pude hacer nada», dice con las mejillas llenas de lágrimas, «el viento era tan fuerte que me agarré a la cama rezando que no me llevara el viento».

¿Quién iba a pensar que de un día para otro toda una región podía desaparecer del mapa? Es como si alguien hubiera hubiera arrastrado su dedo pulgar por el paisaje, sin dejar ni una sola palmera recta, mientras la mayoría yacía en el suelo como el destino le había deparado. La gente sufrió enormemente, y algunos pasaron 20 horas en sus casas con el agua hasta el pecho, sosteniendo a sus hijos y suplicando por una salida.

Nos gusta pensar que lo peor ya ha pasado. ¿Qué puede haber peor que vientos de 300 km/h? Por desgracia, el verdadero peligro está aún por llegar. Medical IMPACT llevó una brigada médica a Acapulco esta semana, apoyando a los supervivientes con consultas médicas gratuitas, medicación y apoyo emocional. Tras atender a más de 300 pacientes, salieron a la luz los verdaderos riesgos: habrá más muertes tras el huracán que por la tormenta en sí.

En las colonias Alborada Cardenista, Yetla y Ejido Viejo, cientos de guerrerenses se presentaron con lesiones, enfermedades y riesgos que ponen en peligro su vida y su salud. Viviendo sin agua potable, comida, electricidad o incluso higiene básica, no es de extrañar que la enfermedad esté por todas partes. Bebés con la cara llena de granos debido al agua sucia, niños con heridas infectadas con riesgo de septicemia, estómagos doloridos y resfriados por las horas pasadas en el agua están por todas partes.

Quienes ya lidiaban con alguna enfermedad, ahora sufren más. Decenas de pacientes diabéticos a los que Medical IMPACT atendió se han quedado sin insulina ni medicación vital, mientras yacían en sus casas esperando a que llegara la ayuda o a que les sobreviniera un coma diabético. Incluso si pudieran encontrar insulina, no hay forma de almacenarla: debe conservarse a baja temperatura, y sin electricidad, guardarla en el refrigerador no es posible.

Es devastador pasear por calles que antes estaban llenas de vida y ver a la gente limpiar minuciosamente sus casas mientras intentan recordar cómo era tener una vida normal. Sin embargo, sirve como testimonio de la voluntad que tienen los guerrerenses para seguir adelante. En los poblados olvidados y abandonados por el gobierno y otros grupos de apoyo, las comunidades se reúnen en zonas comunes y se ayudan mutuamente.

Las doñas montan mesas para hacer taquitos de requesón y frijol, los hombres llevan palas de casa en casa sacando el barro y la basura, los niños ríen y juegan, perros amistosos buscan caricias y se juntan recursos para apoyarse mutuamente. Incluso en las ruinas, la tragedia parece sacar lo mejor de la gente (aunque en algunos casos, también lo peor).

Acapulco está lejos de recuperarse. Llevará años reconstruir la ciudad y los pueblos circundantes, pero la verdadera prueba es mantener a la gente segura, alimentada, hidratada y sana. Mientras nos adentramos en aguas desconocidas, es responsabilidad del gobierno, la sociedad civil y la comunidad mundial seguir apoyando a quienes lo perdieron todo y pueden perder más, incluso su vida.

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